La lógica de las decisiones empresariales y su valoración por la administración: ¿opinión o interpretación?
La lógica de las decisiones empresariales y su valoración por la administración: ¿opinión o interpretación?
Cada vez más, observo que los fundamentos que la Administración utiliza para motivar liquidaciones tributarias se parecen más a una opinión personal que a una calificación jurídica de los hechos.
Por desgracia, es habitual que aquella se limite más a justificar su “relato tributario” que a probar que los hechos que el contribuyente declara y su calificación, no se ajustan a derecho.
Concreto más.
Es habitual que el argumento central que la Administración utiliza, sea la lógica económica de la operación que el contribuyente ha realizado. Para sustentarlo, se acostumbra a crear un “relato tributario” vinculando la falta de razonabilidad económica con la obtención de un ahorro fiscal.
No me estoy refiriendo a casos en los que el conflicto en la aplicación de la norma (art. 15 de la Ley General Tributaria, en adelante, LGT), pueda ser de aplicación.
No. Me refiero a algo mucho más simple.
Me refiero a supuestos en los que el criterio de la Administración se centra sin más en esa falta de lógica o de razonabilidad.
Pongo un ejemplo muy sencillo pero muy real.
La constitución de una sociedad por parte de un pequeño profesional que ya venía ejerciendo su actividad profesional sin que para ello requiera de personal.
Concreto más.
Se trata de una sociedad que presta a sus clientes los mismos servicios profesionales que el profesional les prestaba antes directamente.
Por los servicios que presta a la sociedad, el profesional, y socio único, percibe una retribución fija mensual.
El socio, que carece de patrimonio relevante, prefiere, por motivos fiscales, desarrollar su actividad a través de una sociedad.
Para la Administración, la constitución de la sociedad carece de lógica porque la actividad que el profesional desarrolla a través de la sociedad es la misma que la que venía ejerciendo hasta su constitución. El único motivo que la justifica es el ahorro fiscal.
No me negarán que el argumento, así planteado, se parece más a una opinión que a una calificación jurídica de los hechos.
Esta forma de pensar se olvida de que los motivos por los que la sociedad se constituye son, en derecho, irrelevantes. Pretender ahorrarse impuestos, duela lo que duela, es jurídicamente irrelevante. Lo relevante es “cómo” se consigue ese lícito objetivo.
Pero es más. No se trata de un tema de licitud o no. El contribuyente está solo obligado a pagar lo que por ley corresponde. Decidir lo que hace, solo a él le corresponde. El legislador, eso sí, podrá cerrar puertas.
Sin embargo, la obsesión por “recalificar” con la sola finalidad de enmendar al legislador, persiste.
Sigamos.
Las decisiones personales, razonables o no, lógicas o no, lícitas o no, corresponden tan solo a los contribuyentes. Ellos son los únicos que deciden qué hacer. Sus decisiones, como tales, son incuestionables.
Cuestión distinta son sus consecuencias tributarias.
Por tanto, la falta de lógica económica es un criterio que en derecho es estéril. Regularizar en base a ella, es una arbitrariedad.
Si el contribuyente decide robar un coche, la Administración se ha de limitar a regularizar sus consecuencias tributarias, además, claro está, de poner en conocimiento de las autoridades competentes el hecho delictivo.
Pero lo que la Administración no puede hacer es regularizar la situación de quien roba el coche considerando que lo lógico hubiera sido que lo comprara.
El ejemplo es absurdo, pero me permite explicar lo que quiero decir.
Las decisiones son las decisiones. Y las opiniones, son solo opiniones.
Es el contribuyente quien decide. Nadie puede decidir por él, ni hacer pagar impuestos porque la decisión debería haber sido otra.
Volviendo a nuestra sociedad, lo determinante es acreditar que la sociedad actúa como tal, esto es, averiguar cuál es la verdadera voluntad negocial.
Y eso nos conecta con una cuestión estrictamente jurídica: la causa en los negocios.
Normalmente, la problemática de la causa se aborda desde una vertiente objetiva, o, mejor, estática.
Me refiero a que, desde el punto de vista causal, el acento se pone en la voluntad objetiva de constituir o no una sociedad.
Desde esta perspectiva, es obvio que la voluntad real del contribuyente era y es constituir la sociedad. Por tanto, se concluye, el negocio es causalmente cierto.
Sin embargo, lo relevante es el análisis causal desde el punto de vista dinámico, o, mejor, subjetivo, esto es, averiguar si la voluntad real del socio se corresponde con la finalidad propia del contrato de sociedad, esto es, aportar bienes y/o derechos con la finalidad de obtener una ganancia repartible.
El análisis causal exige, pues, corroborar la intención del socio, esto es, interpretar el contrato.
En este sentido, el art. 1281 del Código Civil señala que “si los términos de un contrato son claros y no dejan duda sobre la intención de los contratantes, se estará al sentido literal de sus cláusulas”.
Pero prosigue: si las palabras parecieren contrarias a la intención evidente de los contratantes, prevalecerá ésta sobre aquéllas.
Y llegamos al artículo nuclear. El 1282 del propio Código: Final del formulario
para juzgar la intención de los contratantes, deberá atenderse principalmente a los actos de éstos, coetáneos y posteriores al contrato.
Se trata, por tanto, de tener en cuenta todos los hechos objetivos que se han producido antes y después de la constitución de la sociedad, valorarlos, y concluir sobre la intención real de los socios.
Pero hechos. No opiniones ni alternativas negociales posibles.
De su valoración conjunta, surgirá una conclusión.
Pero se trata de un proceso inductivo de naturaleza jurídica.
Se trata de una valoración jurídica. No económica.
La causa, por tanto, no es solo una cuestión objetiva, sino también subjetiva.
Y al decir subjetiva, no me refiero a averiguar y a causalizar los motivos que el contribuyente tiene para constituir la sociedad, sino a averiguar su verdadera voluntad negocial, contrastando tales hechos objetivos con la realidad objetiva propia del contrato que el derecho ampara.
El acento hay que ponerlo, pues, en averiguar que la verdadera voluntad del socio o socios es poner en común bienes y/o derechos con la finalidad de obtener una ganancia repartible.
Para la Administración, la ausencia, por ejemplo, de recursos humanos, la falta de una página Web en la que los servicios se publiciten, y el hecho de que la actividad se preste antes y después por su único socio y profesional, acreditan que el único motivo para constituir la sociedad es el ahorro fiscal.
Pero esta forma de razonar es, para mí, un “relato tributario” subjetivo sin consecuencias jurídicas.
Se trata, es cierto, de hechos objetivos. Pero estos no permiten concluir sin más la inexistencia de una sociedad que, como tal, opera en el mercado.
Justificar igualmente que el único motivo para constituir la sociedad es el ahorro fiscal, es también irrelevante.
La finalidad de conseguirlo no ha de ser nunca el objetivo de la inspección.
Cosa distinta es que el motivo que justifica realizar un negocio causalmente anómalo sea la búsqueda de un ahorro fiscal.
Lo determinante, pues, es probar la anomalía causal del negocio, esto es, la discordancia entra la voluntad real y la objetiva.
De lo que se trata, por tanto, es de averiguar si se han aportado bienes o derechos con la finalidad de obtener una ganancia repartible (art. 1.665 del Código Civil); si el operador económico que actúa en el mercado es, de verdad, la sociedad, esto es, si quien emite y cobra las facturas es quien presta el servicio. Si quien contrata con los clientes es la sociedad. Si quien contrata y paga los suministros, es la sociedad. Si el titular de los activos (hardware y software, libros, mobiliario) es la sociedad. Si quien responde mercantilmente frente a terceros, es la sociedad. Etc.
Esto es, si existen “indicios objetivos” que, por pequeña que la estructura sea, permiten concluir en derecho que la sociedad es quien opera en el mercado.
Pero para ello es irrelevante, por ejemplo, que el asesoramiento que se presta exija tener conocimientos que solo el profesional tiene.
Lo relevante, es si la sociedad, que siempre es una mera interposición de un ente sin cuerpo ni alma, posee o no recursos que le permiten desarrollar su objeto social.
Habrá, pues, que averiguar si a ese único recurso del que la sociedad dispone, se le retribuye de acuerdo con las condiciones normales del mercado para las tareas que realiza, esto es, en las mismas condiciones económicas que un profesional independiente sin vinculación.
Crear una sociedad, por pequeña que sea, no es pecado. Es lícito.
Crearla por motivos fiscales, también.
El hecho de que su único recurso humano sea el propio socio, no es pecado. Es una operación vinculada.
Las sociedades unipersonales, igual que las sociedades profesionales, son, también, figuras jurídicas que nuestro ordenamiento contempla.
El problema, pues, no es el ahorro fiscal ni la lógica del negocio.
Lo único relevante es si la voluntad de los socios coincide con la realidad económica objetiva propia del negocio que se dice que se ha realizado.
Y para ello, hay que analizar los hechos acaecidos antes y después del negocio, y valorarlos de forma conjunta.
No hay que opinar sobre los mismos desde una lógica económica. Hay que acreditar los hechos “objetivos” y valorarlos de forma conjunta con relación al negocio en concreto que se dice haber hecho.
Hay que confrontar la realidad objetiva de los hechos, con la realidad objetiva que el derecho ampara.
Se trata, por tanto, de calificar jurídicamente el negocio realizado a través de los hechos objetivamente acreditados.
Calificarlos jurídicamente, implica también extraer sus consecuencias fiscales.
No en vano, el art. 13 de la LGT señala que “las obligaciones tributarias se exigirán con arreglo a la naturaleza jurídica del hecho, acto o negocio realizado, cualquiera que sea la forma o denominación que los interesados le hubieran dado, y prescindiendo de los defectos que pudieran afectar a su validez”.
Sea como fuere, se trata de un análisis causal, y no de intenciones. De una valoración jurídica, y no de juicios de valor o de alternativas negociales. De interpretar, y no de opinar.
Como no quiero que me cataloguen de teórico, les aconsejo que lean la Sentencia del TSJ del País Vasco de 25 de enero de 2022, recurso núm. 343/2020, que aborda, precisamente, un supuesto muy similar al descrito. Pero ya avanzo que no es lo único.
La cuestión, además, suscitó y continúa suscitando multitud de conflictos, tantos, que mereció incluso una criticada Nota de la AEAT sobre interposición de sociedades por personas físicas (Nota de la Agencia Tributaria sobre interposición de sociedades por personas físicas: 25 de febrero de 2019).
No obstante, ya he dicho que lo importante no es el ejemplo en concreto, sino los fundamentos que la Administración utiliza vinculando la lógica de la operación realizada con el ahorro fiscal que conlleva.
Un buen ejemplo de ello es la STS de 16 de noviembre de 2022, recurso núm. 89/2018, que, por cierto, nada tiene que ver con el ejemplo que antes hemos utilizado, pero sí con lo que queremos explicar.
Para mayor desespero, los Tribunales de Justicia tampoco son muy clarividentes al respecto, incurriendo en contradicciones y suscitando importantes confusiones. Adolecen, en la mayoría de los casos, de un análisis causal dinámico, y son proclives a realizar determinadas manifestaciones que después se aprovechan en interés de parte.
En definitiva, la Administración se ha de abstener de opinar sobre la lógica o la razonabilidad de los negocios, o de las decisiones empresariales, y limitarse a calificar jurídicamente los hechos, actos, o negocios que realmente se han realizado.
Sin embargo, la realidad es que en muchos expedientes administrativos y judiciales se leen simples opiniones de la Administración que no se corresponden con un correcto proceso inductivo basado en hechos objetivos probados. Es más. En muchos casos, tales hechos son tan solo los que interesan para el relato tributario subjetivo, obviando una valoración conjunta de todos los hechos. En otros casos, más que hechos, se trata de juicios de valor.
Y eso es lo que crítico. La ausencia de un verdadero análisis causal, y de un proceso inductivo basado en hechos objetivos debidamente probados y acreditados, y no en una suma de presunciones personales y juicios de valor.
En ocasiones, nosotros mismos, los profesionales, nos equivocamos en la estrategia procesal y no centramos adecuadamente el quid de la cuestión.
Soy consciente que la realidad es sumamente compleja. Pero todavía lo es más si nos olvidamos del derecho. Este es el problema.
Es cierto que la concatenación de negocios dificulta su valoración causal. Pero lo que no altera es la necesidad de ajustarse a un riguroso análisis causal basado en hechos objetivos y acreditados anteriores y posteriores al contrato que permitan concluir cuál es el negocio realizado.
Y eso no ocurre.
Soy también consciente que la línea divisoria entre la simulación y el conflicto en la aplicación de la norma es difícil. Pero el análisis causal que hay que hacer para superarlo es el mismo. La única diferencia es que en el conflicto el negocio es objetiva y subjetivamente cierto, pero no es el que el derecho considera como propio para el resultado conseguido.
Pero nótese que hablamos del negocio que el derecho considera como propio. No el que personalmente consideremos que es mejor. Hay pues que probar que si el negocio que el derecho ampara para una determinada realidad, es uno u otro. No se trata de un juicio de valor.
Nótese, incluso, que un negocio artificioso o impropio puede no tener ninguna consecuencia jurídica en la medida que este tenga efectos jurídicos o económicos relevantes distintos del ahorro fiscal.
No en vano, el art. 15.1 de la LGT establece que se entenderá que existe conflicto en la aplicación de la norma tributaria cuando se evite total o parcialmente la realización del hecho imponible o se minore la base o la deuda tributaria mediante actos o negocios en los que concurran las siguientes circunstancias:
a) Que, individualmente considerados o en su conjunto, sean notoriamente artificiosos o impropios para la consecución del resultado obtenido.
b) Que de su utilización no resulten efectos jurídicos o económicos relevantes, distintos del ahorro fiscal y de los efectos que se hubieran obtenido con los actos o negocios usuales o propios.
En este contexto, la obsesión por los “motivos económicos válidos” y por la “finalidad de obtener un ahorro fiscal” nos han hecho olvidar que estos no son más que expresiones anglosajonas propias de sistemas anti-causalistas que lo único que pretenden es precisamente un análisis causal del negocio.
Y un verdadero análisis causal no es concluir la inexistencia de motivos económicos válidos, o que el negocio realizado permite un ahorro fiscal mayor respecto a otros que no lo permiten.
No entenderlo, es promover el subjetivismo y la arbitrariedad. Es sustituir la interpretación jurídica, por la económica. Es sustituir la interpretación por la opinión. Es invadir la esfera privada de la decisión empresarial
Antonio Durán-Sindreu Buxadé
Doctor en Derecho, Profesor de la UPF y Socio Director DS
#𝔗𝔞𝔵𝔩𝔞𝔫𝔡𝔦𝔞