Guerra de Titanes
Una de las últimas iniciativas aprobadas desde el Parlamento europeo vuelve dirigirse a los grandes gigantes multinacionales, que no son tan gigantes en su contribución a las arcas públicas de muchos países de la Unión donde se ven mucho sus marcas. Esta vez, se trata de imponer una obligación más de información a todas aquellas entidades que superen la cifra de 750 millones de euros de facturación anual. Dicha obligación va a consistir básicamente en dejar al desnudo sus interioridades fiscales para que, de este modo, todo el mundo sea conocedor de dónde, cómo y cuánto tributan estas empresas. Lo anterior, por supuesto, amparándose en la popular transparencia fiscal que tan en boga está hoy en día.
Sin duda alguna, noticias como la que se conoció la semana pasada en relación con el reciente pronunciamiento del Tribunal Administrativo de París en favor del gigante de la tecnología Google ha pesado en la exigencia de esta nueva obligación de información. La citada resolución establece que la matriz irlandesa no tiene una estructura “estable” y, por lo tanto, no debe asumir el pago de 1.115 millones de euros en impuestos que venían exigiendo las autoridades francesas por las ventas en Francia. Un poco raro que no tengan estructura estable, ya que no atienden en un autobús ambulante ni en días impares. Pero bueno, quizás los impuestos están demasiado altos en muchos países de la UE, y a lo peor por ello no se recauda más en cada país.
Pues bien, con todo y con eso, es obvio que una obligación de información más exigente para un gigante empresarial no debería suponer, al menos en principio, un quebradero de cabeza. Pero, una vez más, esta plumilla quiere ir más allá y se cuestiona lo siguiente: ¿dónde queda, en este marco fiscal, en lo que afecta a nuestro país, el olvidado principio constitucional de libertad de empresa? o más aún, ¿Qué ocurre con el derecho a la intimidad de las personas jurídicas, e incluso, la igualdad en un sentido amplio dentro su contenido?
En mi opinión, está meridianamente claro el objetivo que se persigue desde el Parlamento europeo. Éste no es otro que dejar, de alguna manera, en evidencia a las multinacionales asentadas en la Unión Europea para tratar de influir el comportamiento de compra o consumo al usuario de a pie. Así, con “sus vergüenzas al aire” y en ropa interior, el entramado interno y decisiones de las empresas quedará¡ expuesto al ojo ajeno; empresas que, pudiéndose estar más o menos de acuerdo con su política fiscal, aportan, de una manera u otra, una riqueza que finalmente se someterán¡ a imposición por las autoridades fiscales de cada país. Solamente teniendo en cuenta los empleos y consumos directos e indirectos que estos gigantes generan ya realizan una, más que generosa, contribución a las arcas de cada Estado.
La medida no sólo impactará a las propias multinacionales, sino que, además, atentará contra los principios más básicos del libre mercado. El mercado no actuaría ya movido por las libres decisiones de los ciudadanos pues éstos habrían dejado de lado su libertad de elegir una u otra prestación e, indudablemente, sus motivaciones acabarán respondiendo, en cierta medida, a cuán bien les parece la política fiscal de los gigantes.
En definitiva, tratar de exprimir al máximo a estos motores empresariales, en mi humilde opinión, carece de sentido en pleno siglo XXI. En un entorno altamente globalizado y competitivo como en el que afortunadamente nos encontramos hoy en día, no hay cabida para las iniciativas de tan marcado carácter intervencionista. No debemos olvidar que no se pueden poner barreras al mar. El estado sólo debe intervenir en el mercado cuando sea estrictamente necesario y cuando esta intervención responda a la necesidad de dar solución a los denominados fallos del mercado. En ningún caso podría ampararse una intervención estatal del mercado con fines de política fiscal. Este comportamiento es más propio de otros regímenes que, afortunadamente, cayeron por su propio diseño.
Para finalizar, y haciendo una proyección hacia el corto-medio plazo, considero que las autoridades europeas deberían mostrarse algo más cuidadosas con el anuncio de este tipo de medidas. Y ello porque todos sabemos lo que ocurre cuando se muerde la mano que te da de comer. Teniendo en cuenta que Google ya pagó 147 millones de euros a las autoridades británicas en 2016 y 306 millones a Italia en mayo del presente año, no sería de extrañar que, de consolidarse iniciativas como ésta, Google y otros gigantes decidan ir un paso por delante, igual que hacen en su terreno competencial. Nos sorprenderán.