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La delgada línea roja entre el derecho a la defensa durante la instrucción del procedimiento inspector y el tipo por resistencia, obstrucción, excusa o negativa a las actuaciones de la Administración

¿Cuáles son los límites del derecho a la defensa?

Existe un precepto sancionador, el art. 203, que lleva multitud de años incorporado en nuestra Ley General Tributaria que, con carácter general, había venido pasando relativamente desapercibido en el transcurso “normal” de las actuaciones inspectoras. Sí se solía incorporar una mención a dicho precepto por el órgano instructor tanto en la comunicación de inicio como en las diligencias que se extendían para documentarlas, si bien es cierto que era comúnmente aceptado que dicha mención respondía, en esencia y con carácter general, a una suerte de cláusula de estilo a la que -en muchas ocasiones- el propio órgano instructor quitaba hierro.

Sin embargo, en los últimos tiempos, la percepción que existe (al menos para quien suscribe) es que este precepto de naturaleza sancionadora ha cobrado mucha importancia. No porque no la tuviera con anterioridad (porque evidentemente la tenía), sino por el uso que se está haciendo del mismo de forma recurrente desde el inicio de las actuaciones por el órgano instructor hasta que estas concluyen.

La situación que se está generando no está exenta de controversias. No por el hecho de que se invoque desde el inicio, sino por el hecho de determinar cuál es el alcance que debe otorgarse a los conceptos jurídicos indeterminados sobre los que se configura el tipo para que pueda considerarse que una determinada conducta (la del contribuyente) es constitutiva de esta infracción y el automatismo con el que, en ocasiones, parece o puede parecer que se usa e incluso aplica.

No se rebate en modo alguno el deber de colaborar del contribuyente. Ahora bien, lo cierto es que si cualquier conducta que cuestione la petición de la inspección o cualquier atención al requerimiento en términos distintos a los esperados por el órgano instructor es o debe ser detonante de la sanción que tipifica, la conclusión es que no hay asistencia jurídica posible y real de los obligados tributarios en esta fase instructora, con las consecuencias negativas que para ellos se pueden derivar en términos de vulneración de derechos y garantías. De ahí la necesidad de delimitar qué ausencia de colaboración comporta verdaderamente una obstrucción a la labor instructora, más en un ámbito sancionador como este. Y cuando exista, que sin duda se sancione.

En este sentido, parecería razonable que el recurso ilimitado a esta sanción (de producirse) a modo de advertencia sistemática al contribuyente podría resultar desproporcionado a la finalidad perseguida por el legislador, ya que el contribuyente se puede ver compelido a aportar determinada prueba o explicaciones sobre las que entendiera que no era procedente realizar. Todo, con el perjuicio y prejuicio que se genera (doctrina de “los frutos del árbol envenenado”) no solo en la inspección, sino en los órganos revisores posteriores. Es más, si se repara en el hecho de que suele existir un procedimiento sancionador posterior y autónomo que se nutre recurrentemente de las pruebas obtenidas en el instructor previo para dar por acreditada la tipicidad, lo anterior llevaría a la quiebra del derecho a la presunción de inocencia y a la posibilidad que le brinda el Ordenamiento jurídico de no declarar contra uno mismo o no declararse culpable.

Sin duda, esta es la espada de Damocles de todo contribuyente, pero también la de los órganos instructores, ya que no hay duda alguna de la dificultad que experimentan estos últimos al asumir el rol activo en este ámbito y tratar de ser garantes del correcto cumplimiento de las obligaciones tributarias. 

Javier Povo Martín

Socio del Área Fiscal de Pérez-Llorca

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