La independencia judicial en la Unión Europea o «cuando las barbas de tu vecino veas afeitar, pon las tuyas a remojar»
A) En esta entrega del blog ampliaré el foco, voy a valerme de un gran angular y, colocando el diafragma en una generosa apertura, me propongo trascender el campo de visión propio de un foro de debate que responde al nombre de Taxlandia. Pretendo, ¡ay de mí!, reflexionar sobre la independencia judicial a la vista de recientes -y no tanto- acontecimientos en nuestro panorama institucional. Al fin y al cabo, la última garantía del cumplimiento por las administraciones públicas tributarias de los intereses generales que, condensados en el artículo 31.1 de la Constitución Española (CE), son la razón de su existencia (artículo 103.1 CE), pasa por el control jurisdiccional de su actuación (artículo 106.1 CE) mediante el ejercicio por los ciudadanos del derecho a impetrar la tutela efectiva, a través de un proceso público con todas las garantías (artículo 24.1 CE), ante jueces y tribunales independientes sometidos única y exclusivamente al impero de la ley (artículo 117.1 CE), esto es, a la soberana voluntad del propietario del poder.
Sin embargo, como el paso de los años va imprimiendo en mi carácter un cierto grado de prudencia del que carecía en origen, otorgándome la capacidad de percibir adecuadamente el alcance de mis limitaciones, no hablaré por mí. Haré de vocero del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Se preguntará el lector por qué acudir fuera de nuestra trastienda para resolver problemas domésticos. Por dos sencillas razones, la primera, porque la distancia, la lejanía del ruido, fuera del alcance de la tormenta, permite acercarse al debate con el sosiego y la serenidad que reclama el empeño. La segunda, y no menos relevante, porque la independencia del Poder Judicial en los Estados miembros no es una cuestión ajena al Derecho de la Unión Europea.
Ciertamente, la tarea de organizar y hacer funcionar la Administración de Justicia en los Estados signatarios de los Tratados no es competencia de la Unión y, por tanto, las normas nacionales que la disciplinan no se integran en su ordenamiento jurídico. Esa tarea pertenece a la soberanía de aquéllos y es, en principio, de su exclusiva competencia. Pero que sea así no trae como ineluctable consecuencia que la independencia de los jueces y tribunales en los distintos Estados miembros resulte extraña al proceso de construcción de una comunidad de Derecho en el Viejo Continente que, como reza el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea (TUE), se fundamenta, entre otros, en los valores de la democracia y el Estado de Derecho, propios de sociedades caracterizadas por el pluralismo y la justicia. El respeto de esos valores constituye un requisito que los Estados miembros deben satisfacer para acceder a los beneficios derivados de la aplicación de los Tratados, sin que les quepa modificar sus legislaciones dando lugar a una reducción en la protección del Estado de Derecho.
Este valor, el del Estado de Derecho, se concreta, en particular, en el artículo 19 del propio TUE, cuyo apartado 1 señala en su párrafo segundo que los Estados miembros están obligados a establecer las vías de recursos necesarias para garantizar la tutela judicial efectiva en los ámbitos cubiertos por el Derecho de la Unión, tutela que, por lo demás, pasa por contar con jueces y tribunales independientes, inmunes ante los ciudadanos, pero también y sobre todo frente a los otros poderes del Estado. Deben los Estados miembros abstenerse de toda medida que pueda menoscabar la independencia judicial.
En otras palabras, la confianza mutua entre los Estados miembros -y, en particular, entre sus juzgados y tribunales- se basa en la premisa de que los socios de la Unión comparten valores que fundamentan el pacto que les reúne. La Unión Europea es una comunidad jurídica que reconoce a los justiciables el derecho a impugnar, ante jueces y tribunales independientes (pues la independencia es inherente a la misión de juzgar), la legalidad de cualquier resolución o decisión nacional mediante la que se les aplique un acto de la propia Unión. La existencia misma de un control judicial independiente y efectivo para reforzar el cumplimiento del ordenamiento jurídico de la Unión es condición de existencia del Estado de Derecho. Por ello, los socios de la Unión Europea quedan positivamente obligados a garantizar la independencia de los órganos que, en calidad de “órganos jurisdiccionales”, forman parte de su sistema de vías de recurso. Además, los jueces nacionales, a través del diálogo prejudicial con el Tribunal de Justicia, participan en la labor de garantizar la coherencia y la uniformidad en la interpretación del Derecho de la Unión, asegurando su plena eficacia y autonomía, así como, en última instancia, el carácter propio del ordenamiento jurídico instituido por los Tratados. De este modo, el mecanismo prejudicial únicamente puede ser activado por un órgano que, con competencia para aplicar el Derecho de la Unión, satisfaga, entre otros, el criterio de la independencia.
En suma, en el ámbito de la Unión Europea, la garantía de la independencia no sólo se impone a los jueces y abogados generales del Tribunal de Justicia y a los jueces del Tribunal General, sino que alcanza también a los órganos jurisdiccionales nacionales llamados a interpretar y aplicar el Derecho de la Unión Europea, pues también son jueces europeos, como nos recordó hace ya tres décadas el inolvidable Dámaso Ruiz Jarabo Colomer en su trabajo El juez nacional como juez comunitario. Por ello, los Estados miembros, cuando ejercen su soberanía y organizan sus respectivos poderes judiciales, deben cumplir los deberes que les impone el Derecho de la Unión. Siendo así, los jueces y tribunales españoles, y las normas orgánicas que los disciplinan, se han de someter a las reglas de la Unión, en particular a las presentes en los artículos 2 y 19 TUE, que reclaman una tutela judicial efectiva en los campos cubiertos por el Derecho de la Unión y la independencia de aquellos órganos que están llamados a prestarla.
Nada hay, por tanto, de extravagante ni de invasión de competencias ajenas cuando el Tribunal de Justicia controla normativas nacionales que organizan y estructuran los poderes judiciales domésticos, pues los jueces y tribunales nacionales integran el Poder Judicial de la Unión Europea, son jueces europeos llamados a tutelar los derechos que su ordenamiento jurídico reconoce a los ciudadanos. En cuanto tales, como parte del Poder Judicial de la Unión, deben satisfacer los requerimientos de su ordenamiento jurídico. Por lo tanto, en el ejercicio de sus competencias, los poderes públicos nacionales han de abstenerse de toda decisión o regulación capaz de poner en cuestión la independencia de los jueces y tribunales que, integrados en el Poder Judicial, tienen la irrenunciable tarea de tutelar con efectividad los derechos que aquel ordenamiento jurídico transnacional reconoce a los ciudadanos. Si así lo hicieren, al desconocer uno de los valores comunes que proclama el artículo 2 TUE, pueden enfrentarse a la reacción de la Unión prevista en el artículo 7 TUE.
Así lo viene reiterando el Tribunal de Justicia en los últimos años, quien, al interpretar la noción de independencia judicial, se ha inspirado también en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El lector interesado o, cuando menos, curioso puede completar su información acudiendo a las sentencias del Tribunal de Justicia de 10 de noviembre de 2016, Poltorak [C-452/16 PPU], 27 de febrero de 2018, Associação Sindical dos Juízes Portugueses [C-64/16], 25 de julio de 2018, Minister for Justice and Equa Equality (Deficiencias del sistema judicial [C-216/18 PPU], 7 de febrero de 2019, Escribano Vindel [C-49/18], 24 de junio de 2019, Comisión/Polonia (Independencia del Tribunal Supremo) [C-619/18], 5 de noviembre de 2019, Comisión/Polonia (Independencia de los tribunales ordinarios) [C-192/18], 19 de noviembre de 2019, A.K. (Independencia de la Sala Disciplinaria del Tribunal Supremo) [asuntos acumulados C-585/18, C-624/18 y C-625/18-], 21 de enero de 2020, Banco de Santander [C-274/14], 2 de marzo de 2021, A.B. y otros (Nomination des juges à la Cour suprême – Recours [C-824/18], 20 de abril de 2021, Repubblika [C-896/19], 18 de mayo de 2021, Asociaţia “Forumul Judecătorilor din România” [C-83/19], 15 de julio de 2021, Comisión/Polonia (Régime disciplinaire des juges) [C-791/19], 21 de diciembre de 2021, Euro Box Promotion y otros [C-357/19], 16 de febrero de 2022, Hungría/Parlamento y Consejo [C-156/21], 16 de febrero de 2022, Polonia/Parlamento y Consejo [C-157/21] y 5 de junio de 2023, Comisión/Polonia (Indépendance et vie privée des juges) [C-204/21].
No estorbaría que, para evitar males mayores, hicieran lo propio los responsables de la cosa pública en el Reino de España, socio de la Unión Europea, y sus técnicos y asesores, que son legión.
B) Con las premisas que acabo de exponer y teniendo presente la jurisprudencia sentada por el Tribunal de Justicia en las citadas sentencias, no cabe echar en el olvido que la exigencia de la independencia judicial, inherente a la función jurisdiccional e integrada en el contenido esencial de los derechos fundamentales a obtener una tutela judicial efectiva y a un proceso equitativo (artículo 47 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea), comprende dos aspectos. El primero, de orden externo, exige que el órgano jurisdiccional ejerza sus funciones con plena autonomía, sin estar sometido a ningún vínculo jurídico o de subordinación respecto de terceros y sin recibir órdenes ni instrucciones de tipo alguno, cualquiera que sea su procedencia, de tal modo que quede protegido de toda injerencia o presión externa susceptible de hacer peligrar la libertad de criterio de sus miembros a la hora de juzgar, influyendo en el sentido de sus decisiones. El segundo aspecto, de alcance interno, se asocia al concepto de imparcialidad y se refiere a la equidistancia que debe guardar el órgano decisor respecto de las partes en litigio y de sus intereses respectivos; esta segunda perspectiva de la independencia judicial reclama el respeto de la objetividad y la inexistencia de cualquier incentivo de los miembros del órgano jurisdiccional en la solución de la contienda que no sea el de la estricta aplicación de la norma decidendi.
Esas garantías de independencia e imparcialidad postulan la existencia de reglas, especialmente en lo referente a la composición del órgano, el nombramiento de sus miembros, la duración del mandato y las causas de inhibición, recusación y cese, que permitan excluir toda duda legítima en el ánimo de los justiciables en lo que atañe a la impermeabilidad del órgano frente a elementos exógenos y a la neutralidad de sus componentes respecto de los intereses en litigio. Pero no sólo ello. Reclama también, como exigencia inherente al principio de separación de poderes que caracteriza el funcionamiento de un Estado de Derecho, la existencia de instrumentos que aseguren la autonomía de los tribunales frente a los poderes Legislativo y Ejecutivo. Dicho en negativo, la independencia judicial, fundamento de la Unión Europea -no se olvide-, exige la ausencia de todo condicionamiento que pueda ponerla en entredicho, arbitrando instrumentos que protejan a los jueces frente a intervenciones o presiones externas capaces de amenazarla y que permitan excluir, no sólo cualquier influencia directa, en forma de instrucciones, sino todo cauce de influjo más indirecto susceptible de orientar las decisiones de los jueces. Si así no se hiciere, el Estado de Derecho quedará en cuestión.
Bien es cierto que la garantía de la independencia judicial y la separación de los distintos poderes del Estado no imponen un determinado modelo constitucional para regir las relaciones y la interacción entre esos poderes, ni tampoco les obliga a conformarse a una u otra construcción dogmática sobre los límites admisibles de esa interacción, pero la libertad de configuración de que gozan los Estados miembros encuentra el límite infranqueable de que, cualquiera que sea la opción constitucional que elijan, no les cabe desconocer, menoscabar u obstaculizar la independencia judicial, la separación y el equilibrio de poderes como fundamentos de la Unión ni el contenido esencial de los derechos fundamentales a obtener la tutela judicial efectiva y a un proceso equitativo.
En este sentido, la intervención en el nombramiento de los magistrados del Tribunal Supremo de un órgano que constitucionalmente tiene encomendada la función de velar por la independencia judicial (entre nosotros, el Consejo General del Poder Judicial) contribuye a asegurar que los designados estén en condiciones de satisfacer las exigencias de independencia y de imparcialidad reclamadas por el Derecho de la Unión Europea, salvo que, por las circunstancias en las que son elegidos los miembros de ese órgano garante de la independencia judicial, puedan suscitarse dudas en cuanto a su autonomía y libertad de criterio respecto de los poderes Legislativo y Ejecutivo.
C) Así las cosas, albergo serias dudas sobre el ajuste al ordenamiento jurídico de la Unión, tal y como viene siendo interpretado por el Tribunal de Justicia, de algunas de las medidas (e inacciones) que, en los últimos tiempos, han adoptado (o se han abstenido de adoptar) los poderes públicos españoles en relación con el Poder Judicial.
Para empezar, cómo interpretar que el Legislador (y los diferentes grupos políticos que lo conforman), ante su escandalosa incapacidad para cumplir con su deber de renovar en plazo el Consejo General del Poder Judicial (artículo 122.3 CE) -la demora ya supera el quinquenio-, haya reaccionado modificando la Ley Orgánica que lo regula con objeto de impedirle ejercer las competencias que tiene atribuidas para el nombramiento de jueces de los altos órganos jurisdiccionales, en particular del Tribunal Supremo, argumentando que, al no haber sido renovado en plazo, su mandato está caducado y, por ello, carece de legitimidad para desempeñar sus funciones [ilegitimidad que, por cierto, el propio Legislador no ha apreciado cuando se trataba de renovar el Tribunal Constitucional, incluso obligando al Consejo General del Poder Judicial a proceder al cambio].
Según he señalado en entregas anteriores de este blog (La jurisprudencia tributaria en riesgo de colapso y Casación contencioso-administrativa. Quo Vadis?), que el Legislador niegue legitimidad a un órgano clave en la garantía de la independencia judicial pretextando que ha caducado un mandato que él mismo se muestra incapaz de reactivar, no sólo revela un cierto cinismo impropio de las Cámaras Legislativas, sino que es indicio de fraude constitucional [soy consciente de que el Tribunal Constitucional no piensa así y que en la sentencia 128/2023 ha dado por buena la reforma que estoy criticando, pero, ya se sabe, al mismo ritmo en el que incrementa su indebida presencia en el debate político el máximo intérprete de la Constitución corre el riesgo de hundirse en la más absoluta irrelevancia jurídica; en ocasiones, vistos los fundamentos que suministra para motivar sus decisiones, no parece un órgano jurisdiccional; tratándose de los casos “políticamente” relevantes, se ofrece como una simple fórmula matemática (TC=7/4) en la que el razonamiento en Derecho queda reducido a un mero adorno al servicio de un decisionismo que poco tiene de jurídico].
Y no sólo ello, en la medida en que aquella reforma, llevada a cabo a través de Ley Orgánica 4/2021, impide hacer nombramientos claves para el funcionamiento regular de nuestros más altos órganos jurisdiccionales, en particular el Tribunal Supremo (interlocutor privilegiado en el diálogo prejudicial con el Tribunal de Justicia, pues, al resolver siempre en última instancia, queda permanente obligado a dirigirse al Tribunal con sede en Luxemburgo), incide, creo, de manera directa en la independencia judicial, pues no hay ataque más insidioso a este valor fundamental de la Unión Europea que impedir la renovación de los órganos jurisdiccionales que tienen por misión velar por la efectividad del ordenamiento jurídico compartido, provocando una merma insoportable en el número de las mujeres y los hombres que tienen la relevante misión de prestar la tutela judicial en los ámbito cubiertos por el Derecho de la Unión. No puede haber independencia de un órgano sin miembros que la atesoren.
Y qué pensar de iniciativas legislativas, fruto de un pacto de investidura, que aspiran a exigir a miembros del Poder Judicial, señalados con el dedo, su comparecencia en sede parlamentaria para que rindan cuentas de sus pronunciamientos jurisdiccionales. En palabras -ahora sí literales- del Tribunal de Justicia, para la configuración de la independencia judicial «resulta importante que los jueces se encuentren protegidos frente a intervenciones o presiones externas que puedan amenazar su independencia», especialmente de las procedentes de los otros dos poderes del Estado. Qué mayor presión, me pregunto, que “llamar a capítulo” a los miembros del Poder Judicial para que, al margen de todo procedimiento jurisdiccional y en términos políticos, expliquen ante comisiones de investigación parlamentaria por qué han adoptado una determinada resolución, con posibilidad de que el “juicio político” desemboque en acciones de responsabilidad. El mero planteamiento intelectual de esta posibilidad haría las delicias de algún dictadorzuelo de tres al cuarto.
Así que menos explicaciones ampulosas, declaraciones engoladas y vacuas protestas procedentes de nuestros responsables públicos (la cursilería del alguno llega a provocar sonrojo), trufadas con proclamas retóricas de cumplir con los compromisos adquiridos mediante la integración de España en la Unión Europea, y más ponerse a la tarea, con auténtico espíritu democrático y respeto de las exigencias inherentes al Estado de Derecho, la separación de poderes y la independencia judicial. Si no se hace así, corremos el riesgo de que el Reino de España tenga que sentarse en el “banquillo” del Tribunal de Justicia por desconocer esos valores fundamentales de la Unión. Luxemburgo está muy lejos, las tormentas domésticas llegan allí muy amortiguadas y a los jueces y abogados generales del Tribunal de Justicia no les tiembla el pulso, como evidencian las sentencias, iluminadas por las correspondientes conclusiones, de las que doy cuenta en estas líneas y de las que me he erigido en aventurado portavoz.
Y no se olvide finalmente que, como también recuerda el Tribunal de Justicia, si un juez nacional, previa consulta prejudicial, concluye que una disposición interna, incluso de rango legal o constitucional, infringe los artículos 2 y 19.1 TUE (preceptos que tienen efecto directo al imponer a los Estados miembros, especialmente en relación con la independencia judicial, una obligación de resultado, incondicional clara y precisa), le incumbe dejarla inaplicada como consecuencia inherente a la primacía del Derecho de la Unión, sin que ningún otro poder público nacional pueda obstaculizar o poner coto a su libertad de criterio a la hora de interrogar a los jueces de Luxemburgo sobre la interpretación del Derecho de la Unión y su incidencia en la norma doméstica contrastada.
Por ello y a la vista de alguno de los efectos de las negociaciones entabladas en los últimos días por el Gobierno de la Nación y el principal partido político que lo conforma para obtener los apoyos parlamentarios que necesitan como el aire para respirar, conviene no soslayar que el diálogo prejudicial, el planteamiento de cuestiones de interpretación por los jueces nacionales al Tribunal de Justicia, constituye una exigencia inherente al sistema de los Tratados (cfr. artículo 267 TFUE) que los poderes públicos nacionales no pueden reglamentar restringiendo su operatividad con menoscabo del principio de efectividad del ordenamiento jurídico de la Unión. Una vez conocido el resultado de esas negociaciones, quizás se haga necesaria una nueva entrega en este blog.
Joaquín Huelin Martínez de Velasco
Antiguo magistrado del Tribunal Supremo. Socio de Cuatrecasas
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