Avanzado ya el mes de noviembre de 2020 e inmersos en la segunda ola de la pandemia causada por la COVID-19, los ocho jueces que integran la Sección Segunda de la Sala Tercera del Tribunal Supremo (la competente en materia tributaria) habían pronunciado 470 sentencias desde que la crisis sanitaria se desencadenó, en condiciones materiales propias de otros tiempos y latitudes. En dicho preciso momento y en un foro de encuentro entre profesionales de esa rama del Derecho, tuve la ocasión de escuchar los amargos lamentos de un destacado miembro del Cuerpo Superior de Inspectores de Hacienda del Estado, que presta sus servicios en la Agencia Estatal de Administración Tributaria (AEAT). Se quejaba de que el Tribunal Supremo no les deja hacer su trabajo.
En su opinión, en los últimos tiempos el Alto Tribunal viene corrigiendo la interpretación que la Administración tributaria hace de la legalidad acudiendo a principios evanescentes y a criterios de justicia material.
Este planteamiento me recuerda algunas sentencias dictadas por nuestros jueces y tribunales poco después de estrenar vigencia la Constitución de 1978 (CE), conforme a las que los derechos fundamentales y libertades públicas proclamados por el Poder Constituyente eran principios sin efectividad inmediata, sin valor normativo intrínseco, necesitados para su aplicación de la intervención del legislador constituido. Por supuesto, tal forma de interpretar nuestra Norma Suprema fue corregida de inmediato por el Tribunal Constitucional en las primeras sentencias que pronunció resolviendo recursos de amparo (por todas, SSTC 80/1982 y 42/1984), que, siguiendo la lección del maestro García de Enterría, subrayaron el carácter normativo de la Constitución y su vinculatoriedad inmediata en el componente relativo a las garantías ciudadanas frente al Poder Público.
Y me temo que, tras aquel lamento y la construcción teórica que lo abriga, se esconde un torcido y preocupante entendimiento de las reglas de nuestro Estado constitucional de Derecho, que trata de recuperar la Administración cuasi omnipotente, exenta de control, que caracterizaba a las cavernas burocráticas desmanteladas por el hoy mal llamado “régimen de 1978”.
Lo cierto es que las Administraciones públicas, incluida la tributaria, deben actuar con pleno sometimiento a la Ley y al Derecho (artículo 103.1 CE), expresión esta segunda que, conforme a la jurisprudencia clásica del Tribunal Supremo [por todas, sentencias de 27 de julio de 1987 (ES:TS:1987:5470) y 30 de abril de 1988 (ES:TS:1988:3176)], alude a algo distinto de la Ley, a los principios generales del Derecho, que, informando la interpretación del ordenamiento jurídico (como declara el artículo 1.4 del Título Preliminar de Código Civil), constituyen la atmósfera en la que se desarrolla la vida jurídica, el oxígeno que respiran las normas.
Y lo cierto es que, mal que le pese -si es que le pesa- a la Administración tributaria, ese radical sometimiento a la Ley y al Derecho debe ser controlado por los tribunales de justicia (artículo 106.1 CE), con el Tribunal Supremo a la cabeza (artículo 123.1 CE).
En mi opinión, tal es el papel que está llevando a cabo en los últimos tiempos, con bastante efectividad y sembrando seguridad jurídica, la Sección Segunda de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, recogiendo el testigo que le entregaron sus mayores para recorrer la senda abierta por el recurso de casación instaurado mediante la Ley Orgánica 7/2015. Y lo hace aplicando en no pocas ocasiones los principios generales del Derecho, que no son sólo máximas inmanentes al sistema jurídico, sino en muchos casos reglas de Derecho positivo incorporadas a leyes internas y a normas del ordenamiento jurídico de la Unión Europea, algunas de ellas del más alto rango. Normas que la Administración tributaria está obligada a respetar, aplicar y dar efectividad, como viene recordando el Tribunal de Justicia de la Unión Europea desde su sentencia de 22 de junio de 1989, Fratelli Constanzo (EU:C:1989:256), recordatorio reiterado con ocasión de una cuestión prejudicial de origen español en la reciente sentencia de 21 de enero de 2020, Banco de Santander (EU:C:2020:17).
Para que se me entienda y el lector pueda apreciar cabalmente el alcance de la labor desarrollada por el Tribunal Supremo, en las líneas que siguen describiré las desviadas prácticas administrativas que el Alto Tribunal ha corregido. Lo haré acudiendo a dos principios generales del Derecho: uno de más reciente configuración, el principio de buena administración, y otro con mayor solera en la Plaza de la Villa de París, el principio de regularización íntegra.
¿Para qué ha servido el principio de buena administración, proclamado como garantía ciudadana en el artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, muchas de cuyas manifestaciones se encuentran positivadas en nuestras leyes administrativa (v.gr.: buena fe, derecho a ser oído, deber de motivar las decisiones administrativas gravosas, etc.)? Veámoslo:
Por su parte, el principio de íntegra regularización, que entronca con los principios de buena fe y de prohibición del enriquecimiento injusto, y por la vía de este último con los de capacidad económica y justicia tributaria (artículo 31.1 CE), ha permitido al Tribunal Supremo afirmar que, cuando la Administración inicia un procedimiento de comprobación, verificación de datos o inspección y procede a la regularización del contribuyente, ésta ha de ser total, afectando no sólo al tributo comprobado, sino a todos aquellos que estén relacionados directamente con los mismos presupuestos fácticos, debiendo llamar al procedimiento si fuese menester a todos los que se puedan ver afectados por su resultado [sentencias de 15 de octubre de 2020 (ES:TS:2020:3264) y 17 de octubre de 2019 (ES:TS:2019:3263), entre otras].
Este principio ha permitido al Tribunal Supremo corregir la práctica administrativa consistente en regularizar la situación tributaria de los contribuyentes sólo en aquello que les sea perjudicial, con una visión sesgada y parcial del procedimiento de aplicación de los tributos, que soslaya todo lo que redunde en su beneficio.
Como se ve, nada de aplicación de principios inaprensibles que obstaculizan el ejercicio de sus competencias por la AEAT. Muy al contrario, a través de su jurisprudencia el Tribunal Supremo otorga cumplida operatividad a las reglas de nuestro Estado de Derecho, sometiendo a la Administración al control judicial constitucionalmente previsto (artículo 106.1 CE) con la finalidad de comprobar si en la interpretación y aplicación de la legalidad respeta los derechos y garantías de los ciudadanos proclamados al más alto nivel en nuestro Derecho interno y en el ordenamiento jurídico de la Unión Europea, sin que eso suponga menoscabo alguno de la esencial función que la AEAT cumple en la lucha contra el fraude y la elusión fiscal.
El Tribunal Supremo realiza la tarea que corresponde a un órgano jurisdiccional de su factura, como otros tanto altos tribunales nacionales y el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea: integrar el ordenamiento acudiendo a principios jurídicos que son reflejo de las convicciones sociales e históricas profundas sobre las que se asienta el modelo de convivencia que la Constitución cristaliza.
Tratar de excluir los principios jurídicos que deben inspirar la interpretación y la aplicación del Derecho de la hermenéutica de las normas tributarias es un síntoma inequívoco de la creciente dificultad que existe entre quienes trabajan en la Administración para identificar el Derecho y distinguirlo del positivismo jurídico enteco. Es esa dificultad de identificación de lo que es el Derecho con mayúsculas la que, entre otros problemas, les impide conceder el debido respeto al rol que desempeñan los tribunales de justicia, con el Tribunal Supremo en su cúspide, y les lleva a promover directa o indirectamente la reforma legal o reglamentaria “reactiva”; esto es, la urgente modificación de la norma interpretada y aplicada por el Tribunal Supremo para que permita la interpretación y/o la praxis de la Administración tributaria arrumbada por su jurisprudencia.
Antiguo magistrado del Tribunal Supremo y Socio de Cuatrecasas