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La Ley 1/1998: un melancólico aniversario

La pasada semana, durante los días 21 y 22 de septiembre, se hermanaron dos delegaciones territoriales de la Asociación Española de Asesores Fiscales (la de Madrid-Zona Centro y la de Andalucía-Sevilla y Extremadura) con el objeto de celebrar en Cádiz (¡qué gran elección!) unas jornadas para evocar los 25 años de la aprobación de la Ley de Derechos y Garantías del Contribuyente. Y allí acudí en una doble condición, como asociado y como ponente, con el fin de “festejar” un cuarto de siglo del nacimiento de una criatura que nos dejó pronto, auténtico “canto del cisne” de los derechos y garantías de los contribuyentes en nuestro ordenamiento jurídico. Como recordó el gran Eduardo Luque, no se sabía bien si conmemorábamos un nacimiento o estábamos lamentándonos de una prematura defunción.

El desiderátum de aprobar «una Ley que [contuviese] los derechos y garantías de los contribuyentes [como] hito de innegable trascendencia en el proceso de reforzamiento del principio de seguridad jurídica característico de las sociedades democráticas más avanzadas», profundizando «en la idea de equilibrio de las situaciones jurídicas de la Administración tributaria y de los contribuyentes, con la finalidad de favorecer un mejor cumplimiento voluntario de [sus] obligaciones», es hoy, en cierta medida, “agua de borrajas”. 

El propio Legislador, que tan enfático se expresó en la Exposición de Motivos de la Ley 1/1998, tardó apenas un quinquenio en ponerse a la tarea para arrumbar su propia obra. La Ley 58/2003 de 17 de diciembre, General Tributaria (LGT), la derogó expresamente y aunque en su Exposición de Motivos afirmó integrarla, lo hizo ya con merma de las garantías que con tanta pompa proclamó en el año 1998.

Para muestra un botón, yo diría un sutil y grácil botón: el artículo 29.2 de la Ley 1/1998, al regular el cómputo del plazo máximo de los procedimientos, dispuso que no se tomarían en cuenta «las dilaciones imputables al contribuyente». Sin embargo, la LGT excluyó del cómputo «las dilaciones en el procedimiento por causa no imputable a la Administración tributaria» (artículo 104.2, segundo párrafo). “Delicado” desplazamiento que produjo un efecto sísmico relativamente intenso: de un sistema, el de la Ley 1/1998, en el que las dilaciones “objetivas”, no imputables a ninguno de los polos de la relación jurídico-tributaria (Administración-contribuyente), se apuntaban en el “debe” de la primera para computar el plazo máximo de duración, en el universo de la LGT los efectos de esas demoras o retrasos, a nadie achacables, se hacen recaer sobre las espaldas de los ciudadanos, otorgando así de facto un plazo más amplio para que la Administración tributaria finiquite su tarea. Una evidente restricción, pues, en la posición jurídico del ciudadano frente a la Administración en el seno de los procedimientos de comprobación e investigación. Con ello, el propio Legislador se desdijo de su deseo de lograr un equilibrio en el seno de las relaciones jurídicas que se entablan entre los ciudadanos, llamados a cumplir con su deber constitucional ex artículo 31.1 de la Constitución Española (CE), y la Administración tributaria, encargada de servir con objetividad los intereses generales (artículo 103.1 CE), ya per se desequilibradas y no igualitarias en garantía de la efectiva realización de esos intereses generales.

Y suma y sigue: en el ámbito sancionador, la Ley 1/1998 presumía que la actuación de los contribuyentes era realizada de buena fe (artículo 33.1), presunción ausente de la LGT. Esa presunción, en el texto del apartado 2 artículo 33 de la Ley, provocaba el traslado a la Administración de la carga de probar la concurrencia de las circunstancias determinantes de la culpabilidad del infractor, si bien es verdad que esta consecuencia también está presente en el régimen sancionador de la LGT como exigencia inherente a la garantía fundamental del artículo 24.2 CE, según ha sido interpretado por la doctrina del Tribunal Constitucional. Pero no deja de ser un indicio del talante del creador de la norma que, en un texto que contiene un auténtico “código administrativo sancionador” en materia tributaria, cuya “naturaleza penal” en los términos de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal de Justicia de la Unión Europa parece indiscutible,  no haya la menor mención, dentro de los principios de la potestad sancionadora (al margen de la genérica remisión a los que la presiden en materia administrativa -artículo 178 LGT-), al principio de culpabilidad. La LGT se limita a hablar del principio de responsabilidad, sin mayor precisión, y a determinar que las personas físicas o jurídicas podrán ser sancionadas «cuando resulten responsables de los mismos», amplísima fórmula que dio cobertura en la práctica de la Administración tributaria a la responsabilidad objetiva o por el resultado, hasta que la jurisprudencia del Tribunal Supremo puso coto a tamaño exceso, al tiempo que repudió el hábito de sancionar tributariamente sin apenas motivar la concurrencia de culpabilidad en el presunto infractor.

Así pues, no deja de provocar cierta melancolía la celebración del aniversario de un cisne (la Ley 1/1998) que murió prematuramente sin los fastos de un ballet clásico que lo hiciera inmortal. Y es que la experiencia de unas cuantas décadas dedicado a este menester me permite afirmar, sin riesgo de equivocarme, que la posición relativa de los ciudadanos frente al Poder Público Tributario se ha deteriorado paulatinamente en los últimos tiempos en un proceso continuo de degradación de sus derechos y garantías, en el que se observa una preocupante y progresiva aceleración.

En este melancólico aniversario, en la cuna del liberalismo español, que vio nacer a La Pepa, me tocó en suerte formar parte de la mesa redonda que trató sobre los “derechos y garantías de los contribuyentes en los procedimientos de recaudación” y, dentro de este enunciado, el moderador me endilgó la dulce tarea de disertar acerca de la “suspensión de la deuda en los procedimientos de recaudación”. Sin abandonar mi sombrío y lánguido estado de ánimo, intenté justificar mi tristeza con tres ejemplos, obtenidos de mi corta experiencia como abogado.

 

A) La improcedencia de abrir la vía de apremio en tanto no se resuelve la solicitud de suspensión, aplazamiento o fraccionamiento de la deuda tributaria 

La primera sentencia tributaria de la que fui ponente en el Tribunal Supremo, una vez que desembarqué en la Sección Segunda de su Sala Tercera tras foguearme durante dos años en otras Secciones, no resultó especialmente dificultosa, ni en su deliberación ni en su redacción. La cuestión que suscitaba el recurso de casación (el número 182/2007) resultaba nítida: se trataba de dilucidar si, solicitada la suspensión de la ejecución de una liquidación tributaria, la Administración encargada de la ejecución podía proceder a ella antes adoptarse una decisión sobre la solicitud y, en su caso, abrir la correspondiente vía de apremio. La respuesta negativa se ofrecía clara y rotunda a la luz de los precedentes jurisprudenciales y así lo afirmó el Alto Tribunal en sentencia fechada el 27 de diciembre de 2010 remontándose a pronunciamientos de los años 2000, 2005, 2006, 2008 y 2009, así como del propio 2010. En esa jurisprudencia, el Tribunal Supremo venía afirmando que, si la Administración tributaria dicta providencia de apremio sobre una liquidación impugnada y cuya suspensión, aplazamiento o fraccionamiento se ha interesado, sin haber resuelto la correspondiente solicitud, conculca los artículos 9, 24.1 y 106.1 CE, contraviniendo la seguridad jurídica, el derecho a la tutela judicial efectiva con prohibición de indefensión y el sometimiento de la actividad administrativa al control de legalidad. El criterio fue reiterado en sentencias de 2014 y de 2018, ya bajo la vigencia del régimen casacional instaurado por la Ley Orgánica 7/2015.

No obstante ser una adquisición jurisprudencial asentada e inalterada a lo largo de los años, no resulta extravagante encontrarse con pronunciamientos administrativos que no aplican el criterio del Tribunal Supremo. Me viene a la memoria una liquidación tributaria de multimillonario importe cuyo aplazamiento y/o fraccionamiento fue pedido por el obligado a su pago, habiéndose dictado providencia de apremio antes de adoptar una decisión sobre la solicitud que, finalmente, fue positiva en el sentido de admitir el plan de pagos fraccionados ofrecido por aquél, con el resultado de que la suma debida acabó finalmente satisfecha en cumplimiento de dicho plan. No obstante, la providencia de apremio, emancipándose de su deuda progenitora, adquirió vida propia y, pese a que el principal y los intereses moratorios habían sido cumplidamente satisfechos, la Administración ejecutante reclamó al deudor el 5 por 100 de recargo de apremio, que ascendía a una suma que superaba las dos decenas de millones de euros.

El sorprendido deudor hizo uso los recursos que le ofrece el ordenamiento procesal haciendo valer la jurisprudencia del Tribunal Supremo que le amparaba. Primero, en la vía económico-administrativa, en la que el máximo órgano administrativo revisor miró hacia otro lado; luego, ante la jurisdicción contencioso-administrativa, en la que la Sala competente de la Audiencia Nacional se negó a aplicar la jurisprudencia invocada, debidamente singularizada en la demanda, con nombres y apellidos (fecha, número de recurso, identificación ECLI, fundamento de derecho), con el apodíctico razonamiento de que no resultaba aplicable al caso, sin mayor explicación y obviando que la providencia de apremio había sido pronunciada antes de que se diera respuesta a la solicitud de fraccionamiento que, finalmente, fue acogida.

Ante esta situación, acudió en casación al Tribunal Supremo para que reiterara su criterio y defendiera su jurisprudencia, planteando que el artículo 88.3.b) de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (LJCA), se debería interpretar de forma flexible para que pudieran acceder a casación no sólo los casos en los que la Sala de instancia se separara expresamente de la jurisprudencia del Tribunal Supremo por considerarla errónea, sino también en aquellos supuestos en los que, invocada una constante y uniforme jurisprudencia, debidamente identificada, la sentencia recurrida la soslaya, pues con ello se dejaba indefensa a la jurisprudencia y se negaba la razón de ser del modelo casacional instaurado en 2015. De no entenderse así, el no seguimiento por los órganos jurisdiccionales de instancia de la jurisprudencia del Tribunal Supremo quedaría sin sanción jurídica alguna, se frustraría el objetivo perseguido por el legislador con la instauración del nuevo recurso de casación y quedaría burlado el propósito de reforzar las garantías en los derechos ciudadanos, objetivos todos ellos señalados en la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio. La decisión del Alto Tribunal, ciertamente sorprendente y adoptada mediante una providencia de inadmisión, fue que el asunto no tenía interés casacional objetivo para la formación de la jurisprudencia pues (¡permanezca el lector sentado!) “ya existe jurisprudencia”. Inaudita respuesta porque, precisamente, la existencia de esa jurisprudencia y la necesidad de hacerla efectiva es la que jusificaba el interés casacional a la luz de un entendimiento amplio de ese interés a la luz del citado artículo 88.3.b) y del inciso inicial del artículo 88.2 LJCA que, al establecer un catálogo de supuestos en los que el Tribunal Supremo puede apreciar interés casacional objetivo para la formación de la jurisprudencia, dispone una lista abierta, como lo evidencia el empleo de la expresión “entre otras circunstancias”.

Tras pagar el peaje del incidente de nulidad de actuaciones, pues no en otra cosa se ha convertido el cauce diseñado por el artículo 241 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (LOPJ), para reparar en sede judicial las eventuales lesiones de derechos fundamentales susceptibles de amparo constitucional, la pelota se encuentra en el campo de juego del Tribunal Constitucional, cuya portería cada día se estrecha más.

Así pues, el ordenamiento jurídico (esto es, el Derecho positivo interpretado por el Tribunal Supremo) reconoce a un contribuyente el derecho a que, solicitada la suspensión, el aplazamiento o el fraccionamiento de la deuda tributaria que ha de afrontar, la Administración no pueda apremiarle en tanto aquella solicitud no reciba una respuesta. Sin embargo, en ocasiones, la práctica nos enseña que los servicios administrativos tributarios no funcionan así y rehúyan los criterios interpretativos fijados por el órgano constitucional que tiene encomendada la tarea, el Tribunal Supremo. Cuando tal ocurre, puede que la propia Administración y los tribunales de justicia le denieguen ese derecho, sin que nadie repare la lesión.

En definitiva, permítame el lector el adjetivo, un “fracaso sistémico”. 

 

B) La imposibilidad material de pagar la deuda en periodo ejecutivo antes de la notificación de la providencia de apremio

Las deudas tributarias no pagadas en periodo voluntario pasan automáticamente al día siguiente al periodo ejecutivo. Así lo dispone el artículo 161.1 LGT, devengándose, también de forma automática, el correspondiente recargo, conocido como “recargo ejecutivo” (de un 5 por 100), conforme preceptúa el artículo 28.2 LGT, siempre que extinga la deuda antes de la notificación de la providencia de apremio. Si no es así, si la deuda se satisface una vez producida esa notificación, el recargo, llamado “recargo de apremio reducido”, se eleva al 10 por 100, según se obtiene del articulo 28.3 LGT, leído en conexión con el artículo 62.5 LGT.

Resulta que, cuando un contribuyente deudor se conecta con la sede electrónica de la Agencia Estatal de Administración Tributaria (AEAT) con el propósito de saldar la deuda, más el recargo ejecutivo del 5 por 100, no se le permite acceder a la “pasarela de pagos” sin antes abrir las notificaciones pendientes. Como quiera que entre esas notificaciones siempre se encuentra la providencia de apremio, que el sistema emite automáticamente tras la apertura del periodo de apremio, se fuerza al deudor a tenerse por notificado de la misma, determinando que el recargo se eleve de manera ineluctable al 10 por 100 (recargo de apremio reducido), desplazando al más moderado del 5 por 100 (recargo ejecutivo).

El diseño de la herramienta on line realizado por los servicios internos de la AEAT obliga materialmente al contribuyente, si es que quiere saldar la deuda, a acceder a las notificaciones pendientes y, con ello, no sólo se incrementa de forma injustificada la deuda tributaria, sino que además se vacía de contenido el plazo de diez días naturales que el artículo 43.2 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (LPAC), establece, como derecho de los ciudadanos, para abrir las notificaciones que recibe por medios electrónicos.

Es decir, una actuación material de la AEAT consistente en diseñar tecnológicamente su sede electrónica vacía de contenido dos derechos reconocidos por el Legislador a los contribuyentes: el derecho a saldar las deudas en periodo ejecutivo antes de la notificación de la providencia de apremio, afrontando un recargo del 5 por 100 y no otro superior del 10 por 100, y el derecho a disponer de un plazo para acceder a las notificaciones electrónicas sin que éstas se consideren rechazadas.

En suma, un “fracaso operativo” o, si se prefiere, sumisión de los derechos ciudadanos a la eficiencia tecnológica.

  

C) La suspensión en el recurso contra la ejecución (artículo 243 ter LGT) en los que se plantean cuestiones nuevas

En el debate contencioso tributario, y especialmente en la vía económico-administrativa, las victorias por goleada son infrecuentes. Si se gana, suele ser sólo en parte. Nadie sale totalmente satisfecho de una contienda fiscal. Cuando así ocurre, ante el agridulce resultado y en uso del derecho a obtener la tutela judicial efectiva (artículo 24.1 CE), el contribuyente acude ante los tribunales de justicia, buscando su amparo y reclamándoles que ejerzan el control jurisdiccional de la actividad administrativa que les encomienda el artículo 106.1 CE, con el fin de que su pretensión frente a los actos administrativos tributarios (de liquidación y/o sanción) sea íntegramente acogida.

Y no es infrecuente en la impugnación de una resolución económico-administrativa estimatoria en parte de la reclamación que anula el acto tributario de liquidación y, en su caso, la sanción anudada al mismo, para que sean dictados otros nuevos ajustados a los criterios señalados en la propia resolución, que al acceder a la sede jurisdiccional el recurrente no pueda interesar la suspensión de nada porque sólo existe una decisión de revisión que anula los actos reclamados para que sea adoptados otros nuevos, pero estos aún no existen. Si interesa ante el órgano jurisdiccional la suspensión de la ejecución de la resolución económico-administrativa parcialmente estimatoria, la respuesta que recibirá el recurrente será que no hay nada que suspender, pues la decisión económico-administrativa anuló los actos de liquidación y sanción, debiendo esperar a que se dicten otros nuevos en su sustitución, que deberán ser objeto de impugnación en la vía administrativa a través del recurso contra la ejecución disciplinado en el artículo 241 ter LGT.

Para que sea admitido el recurso contra la ejecución, que ha de ser conocido por el órgano autor de la resolución ejecutada (apartado 3), debe plantear cuestiones nuevas, novedad que, además, es presupuesto para obtener la suspensión de los actos dictados en ejecución. Si no se plantean cuestiones nuevas, no hay suspensión que valga (apartado 6).

Pues bien, la instancia encargada de tramitar la solicitud de suspensión no es el tribunal económico-administrativo ante el que se interpone el recurso contra la ejecución, sino la ORT (Oficina de relación con los Tribunales económico-administrativos), que, además, decide en atención a un informe emitido por el órgano autor de los actos de cuya ejecución se trata, con el fin de valorar si el recurso suscita o no cuestiones nuevas. Es decir, la garantía de la tutela cautelar en la vía económico-administrativa de ejecución se deja en manos de la propia Administración productora de los actos recurridos, con la grave consecuencia de que si la ORT, cuya decisión se notifica diciendo que contra ella no cabe recurso alguno, inadmite la solicitud de suspensión por considerar que el recurso no plantea cuestiones nuevas habida cuenta del informe emitido por el órgano del que emanó el acto cuya revisión en ejecución se pretende, la deuda pasa automáticamente a periodo ejecutivo, sin posibilidad alguna para el contribuyente de abonarla en periodo voluntario, con el recrudecimiento de su situación jurídica que tal desenlace comporta.

Tengo serias dudas, a la luz de los artículos 24.1 y 106.1 CE, sobre la constitucionalidad de un sistema que deja en manos del autor del acto recurrido la procedibilidad de recurso contra él instado y cuya decisión se notifica como exenta de todo cauce revisor.

La descripción que precede no es un teórico juego floral para aficionados a debates de salón, porque la inadmisión de una solicitud de suspensión por la Administración con fundamento en un informe emitido por el órgano autor de los actos que se discuten lleva como consecuencia la entrada automática de la deuda en periodo ejecutivo y la imposibilidad, también automática (¡ay de la digitalización orwelliana!), de obtener un certificado acreditativo de que el solicitante está al corriente en el pago de las deudas frente a la Hacienda Pública, lo que para muchas empresas representa la muerte civil.

En fin, un fracaso del Estado de Derecho.

Joaquín Huelin Martínez de Velasco

Antiguo magistrado del Tribunal Supremo. Socio de Cuatrecasas

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