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El Principio de Buena Administración

El principio de buena administración: el siglo XXI y la configuración de un nuevo principio “sub specie aeternitatis”

La gran conquista de las revoluciones de finales del siglo XVIII, americana y francesa, fue precisamente la proclamación de los tan maltratados “inmortales principios” como derechos del hombre y del ciudadano que ni siquiera la omnipotencia de la ley puede violar. (Calamandrei, 1944)

Recientemente, el Tribunal Supremo, como hizo en su Sentencia 1421/2020, de 28 de mayo (rec. 5751/2017), ha vuelto a poner coto a ciertas actuaciones de la Administración Tributaria derivadas del uso -o abuso- del principio de ejecutividad de los actos administrativos. Si en aquella sentencia nuestro Alto Tribunal consideró que «la Administración, cuando pende ante ella un recurso o impugnación administrativa, potestativo u obligatorio, no puede dictar providencia de apremio sin resolver antes ese recurso de forma expresa.»; ahora, en su Sentencia 1309/2020, de 15 de octubre (rec. 1652/2019), falla lo siguiente: «la Administración no puede iniciar el procedimiento de apremio respecto de una deuda tributaria sin analizar y dar respuesta motivada a la solicitud de aplazamiento (o fraccionamiento) efectuada por el contribuyente en relación con esa misma deuda, incluso si tal solicitud se efectúa cuando la deuda se encuentra en período ejecutivo.»

 Ambas sentencias llegan a tal dictamen desarrollando sus fundamentos jurídicos bajo la luz de un principio que parece cicatrizar en nuestro Derecho: el principio de buena administración.

Así, dispone la precitada Sentencia:

«Es sabido que el principio de buena administración está implícito en nuestra Constitución (artículos 9.3, 103 y 106), ha sido positivizado en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (artículos 41 y 42), constituye, según la mejor doctrina, un nuevo paradigma del Derecho del siglo XXI referido a un modo de actuación pública que excluye la gestión negligente y no consiste en una pura fórmula vacía de contenido, sino que se impone a las Administraciones Públicas, de suerte que el conjunto de derechos que de aquel principio derivan (audiencia, resolución en plazo, motivación, tratamiento eficaz y equitativo de los asuntos, buena fe) tiene -debe tener- plasmación efectiva y lleva aparejado, por ello, un correlativo elenco de deberes plenamente exigible por el ciudadano a los órganos públicos. Entre esos deberes está -y esto resulta indiscutible- el de dar respuesta motivada a las solicitudes que los ciudadanos formulen a la Administración y a que las consecuencias que se anuden a las actuaciones administrativas -especialmente cuando las mismas agraven la situación de los interesados o les imponga cargas, incluso si tienen la obligación de soportarlas- sean debidamente explicadas no solo por razones de pura cortesía, sino para que el sujeto pueda desplegar las acciones defensivas que el ordenamiento le ofrece.»

Conviene, por lo tanto, una pequeña reflexión:

Por todos es sabido -al menos por todos aquellos que de manera más o menos intensa mantienen relaciones habituales con la Agencia Tributaria- que nuestra Administración Tributaria tiene algunos tics hobbesianos. Al igual que el filósofo inglés, nuestra Administración Tributaria parece presuponer que el hombre es malo por su propia naturaleza -o, para ser más precisos, el obligado tributario es defraudador por su propia naturaleza-.

Para solventar este problema, con el objeto de establecer el orden y lograr la paz y seguridad de todos, Thomas Hobbes consideraba que el Estado debía disponer de un poder ilimitado. Y, en el mismo sentido, la Administración Tributaria, para alcanzar algunos de los fines que les son encomendados -v.g. la gestión, inspección y recaudación de los tributos-, parece considerar que debe valerse de poderes ilimitados.

Conviene recordar aquí que nuestra Administración Tributaria ya cuenta con amplios -que no ilimitados- poderes. Entre estos poderes, configurados como privilegios o prerrogativas para lograr el ejercicio de sus fines, encontramos los siguientes:

  • La autotutela declarativa: todos los actos dictados por la Administración Tributaria se presumen válidos y, como tales, son ejecutorios, es decir, obligan a su cumplimiento aunque se discrepe de su legalidad.
  • La autotutela ejecutiva: la Administración Tributaria está facultada para proceder, previo apercibimiento, a la ejecución forzosa de los sus actos, pudiendo hacer uso de su propia coacción sin necesidad de recabar el apoyo de los Tribunales.
  • La potestad sancionadora: la Administración Tributaria puede imponer sanciones a los ciudadanos por la comisión de infracciones administrativas tipificadas como tales en la Ley.

Pues bien, normalmente, cuando se dan ciertas polémicas sonadas en materia de tributos -bien sea por la imputación de famosos futbolistas en procesos penales acaecidos como consecuencia de presuntos delitos fiscales, bien sea por la huida de nuestro país de populares contribuyentes como ha ocurrido recientemente con el caso de los youtubers-, se suele propagar un airado debate entre toda la ciudadanía -versados o no en la materia- sobre la política fiscal de nuestro país.

A pesar de ello, parece que hoy es lugar común en la conciencia colectiva aquello que ya proclamaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, a saber:

  • Que la garantía de los derechos del Hombre y del Ciudadano necesita de una fuerza pública; por ello, esta fuerza es instituida en beneficio de todos y no para el provecho particular de aquellos a quienes se encomienda. (Art. 12 DDHC)
  • Que para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de administración, resulta indispensable una contribución común, la cual debe repartirse equitativamente entre los ciudadanos, de acuerdo con sus capacidades. (Art. 13 DDHC)

Este lugar común no solo se deduce de lo ya dispuesto de forma consensuada en nuestra Constitución de 1978 (véase, para ello, su artículo 31) sino que actualmente se colige del espectro de ideologías políticas que conforman nuestra Cámara de representantes: todas ellas, sin excepción, están de acuerdo en la necesidad de la existencia de un Estado y de una contribución común para mantenerlo.

Por lo tanto, el debate suele enfocarse en el peso que debe tener ese Estado, en el uso que debe hacerse de esa contribución común y, por ende, en cuál debe ser la política fiscal que debe regir nuestro país.

Sin embargo, y sin restar importancia a tan elevada controversia, pocas veces el quid de la discusión se centra en las formas de actuación empleadas para alcanzar tal política fiscal. O, por expresarlo en términos más ilustrativos, el debate se orienta a discutir cuánta lana se ha de esquilar y a qué fines se ha de destinar la lana, pero a nadie parece importar cómo debe hacerlo el esquilador. Y, más especialmente, cuando en la mayoría de los casos, son las propias ovejas quienes tienen que “auto-esquilarse” sin tener mucha idea del oficio.

Es aquí donde hay que traer a colación el uso -o abuso- por parte de la Administración Tributaria de aquellas potestades que les son concedidas como prerrogativas o privilegios en el ámbito de su actuación. Y es que la Administración Tributaria, a veces, soslaya los límites y fines a los que está sometido el ejercicio de su poder.

Ejemplos de esta última afirmación los encontramos en las sentencias reseñadas al principio de este texto. Aunque, podemos encontrar, buceando por la última jurisprudencia de la Sala de lo Contencioso de nuestro TS, numerosas situaciones donde nuestro Alto Tribunal ha salido al paso poniendo freno a ciertas actuaciones viciadas de la Administración.[1]

Especial transcendencia adquieren este tipo de actuaciones en el ámbito sancionador. En ocasiones, da la sensación de que la Administración recurre a este tipo de procedimientos -donde ya existe una abundante y nutrida jurisprudencia- con la única finalidad de alcanzar objetivos recaudatorios. Las propuestas sancionadoras parecen operar de forma automática, independientemente de cualquier circunstancia de hecho probada en el procedimiento del que se deriven. Todas ellas van acompañadas de motivaciones que contienen una serie de consideraciones genéricas, extrapolables a cualquier supuesto, relativas a que el contribuyente actuó sin la diligencia debida y que su conducta fue voluntaria porque le era exigible otra conducta. Basta apreciar, por cualquiera que se dedique profesionalmente a la materia, que la mayor parte de las motivaciones que acompañan las propuestas sancionadoras notificadas a sus clientes son idénticas en su redacción.

Todas estas actuaciones continúan dándose de forma habitual con un gran número de contribuyentes anónimos. Actuaciones que, en la mayoría de los casos, no solo no llegan a los Tribunales, sino que, desafortunadamente, ni siquiera son recurridas en vía administrativa. Todas ellas son formas de actuación que generan desidia en el contribuyente de buena fe, que cumple, o al menos intenta cumplir, con sus obligaciones tributarias.

Por lo tanto, es hora de subrayar que la apatía del contribuyente para con el cumplimiento de sus deberes contributivos no siempre proviene -o, al menos, no únicamente- de sus consideraciones morales acerca de la política fiscal del país, sino que, en muchas ocasiones, esta apatía o desconfianza surge por la forma arrolladora con que la Administración le ha tratado en determinados momentos de su relación jurídico-tributaria.

Por ello, si es de vital importancia no olvidar nunca que nuestro Estado social, democrático y de Derecho no se sostendrá si no lo nutrimos mediante la contribución de todos, quizás, no menos importante es recordar que este Estado no podrá nutrirse si muerde la mano de quien lo alimenta.

Todos, Administración y ciudadanos, debemos tomar conciencia de que la Administración Tributaria es -y debe ser- una organización servicial en el sentido que debe servir los intereses generales[2] (art. 103 CE) y que, al igual que cualquier ciudadano, está sometida a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (art. 9.1 CE), teniendo prohibida cualquier actuación arbitraria (art. 9.3 CE) y, como tal, debe tratar con respeto y deferencia a los ciudadanos, facilitando el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones (art. 13 LPACAP), actuando de buena fe (art. 3.1 LRJSP), así como respetando el principio de presunción de inocencia en el uso de su potestad sancionadora (art. 24 CE), evitando utilizar estos procedimientos con fines meramente recaudatorios.

Todas estas apreciaciones se consagran en el principio de buena administración. La trascendencia de este principio reside en la hegemonía de los principios de Justicia tributaria sobre las normas que otorgan potestades de actuación a la Administración: la Administración Tributaria ha de tramitar las solicitudes del modo que más favorezcan al administrado y no con un criterio meramente recaudatorio.[3]

El contribuyente y, en particular, aquellos profesionales que se dedican al asesoramiento y defensa de aquel en sus relaciones con la Administración Tributaria, parecen haber tomado conciencia de este extremo desarrollando una reacción sentimental -y no meramente racional- frente a las extralimitadas actuaciones de la Administración Tributaria -lo que Jhering denominaba «irritabilidad del sentimiento jurídico»-: los derechos del contribuyente ya no se comprenden como facultades que se otorgan como si fueran concesiones que pueden o no pueden ejercerse en función de un cálculo puramente utilitario, sino que son comprendidos como auténticos deberes que el ciudadano está obligado a hacer valer, tanto para satisfacer su interés personal como para asegurar el bienestar de la comunidad política.[4]

En el desarrollo de este sentimiento jurídico puede estar la razón de que la mejor doctrina considere el principio de buena administración como “paradigma del Derecho del siglo XXI”.

Si este siglo ha dado sus primeros pasos tambaleándose por notables sacudidas en el plano social y económico, el hecho de que el principio de Buena Administración se consagre como minimum inviolable de las potestades concedidas a la Administración en su ámbito de actuación, puede suponer una magnífica noticia de cara a lograr una relación más concorde y empática entre Administración y ciudadanos: una relación de armonía que evite la transformación de nuestro Estado social, democrático y de Derecho en una cáscara vacía sin nada dentro que lo sostenga.[5]

Contemplar este principio bajo el prisma de la eternidad -sub specie aeternitatis-, como principio que nace para ser “inmortal”, debe ser conditio sine qua non de toda moderna comunidad política cuyo propósito sea lograr un verdadero Estado social, democrático y de Derecho

José Luis Canovaca Sillero

Jurista y asesor fiscal en Canovaca Consultores y Asesores

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[1]  Especialmente relevante, en este sentido, ha sido la STS 3023/2020, de 1 de octubre de 2020 (rec. nº 2966/2019) donde la Sala de nuestro Alto Tribunal establece como doctrina que, para la entrada en el domicilio constitucionalmente protegido del contribuyente, es necesario, junto con la autorización judicial de entrada, haber notificado al inspeccionado el inicio de un procedimiento inspector, con indicación de los impuestos y periodos a que afectan las pesquisas, por derivar tal exigencia de los artículos 113 y 142 de la LGT.
[2]  «Intereses que no se agotan en la recaudación fiscal, tal como parece sugerirse, sino que deben atender a la evidencia de que el primer interés general para la Administración pública es el de que la ley se cumpla y con ello los derechos de los ciudadanos» STS 1421/2020, de 28 de mayo de 2020 (rec. 5751/2017).
[3]  Así se pronuncia en su FJ2, la STSJ GAL 840/2020, de 10 de marzo de 2020.
[4]  «La tesis de Jhering es luminosa: los derechos no deben comprenderse solo como facultades veniales que se otorgan a beneficio de inventario, como si fueran concesiones que pueden o no pueden ejercerse en función de un cálculo puramente utilitario, sino que son auténticos deberes que el ciudadano está obligado a hacer valer, tanto para satisfacer su interés personal como para asegurar el bienestar de la comunidad política.» Luis Lloredo Alix, en el Estudio Preliminar de “La lucha por el Derecho” de Rudolf Von Jhering (Editorial Dykison, 2018).
[5] «Las leyes viven en la medida que tienen tras de sí el consentimiento alimentándolas de forma permanente. Cuando este falte, se aflojan y caen, como una cáscara vacía sin nada dentro que la sostenga.» Piero Calamendrei, en “Sin legalidad no hay libertad” (Editorial Trotta, 2020).