
Impuestos sobre el patrimonio neto, competencias financieras de las comunidades autónomas y otras cuestiones innombrables
Hace varias semanas se supo que el Ministerio de Hacienda estaba diseñando un nuevo impuesto sobre el patrimonio, el cual estaría dirigido a las grandes fortunas, siendo así que las principales características que se han conocido del nuevo tributo son las siguientes: (i) carácter temporal (se cobraría únicamente por dos años); (ii) deducilidad en su cuota de lo abonado por el actual impuesto sobre el patrimonio (IP); (iii) el gravamen se impondría sólo sobre patrimonios netos de más de 3 millones de euros; y (iv) los tipos de gravamen serían progresivos y similares a los que fija la tarifa estatal del actual IP (1,7% para el tramo que va desde los 3 a los 5 millones de euros, el 2,1% para el tramo que media entre los 5 y 10 millones de euros, y un tipo del 3,5% a partir de los 10 millones de euros).
Sin entrar en valoraciones sobre la oportunidad de crear un impuesto sobre el patrimonio en escenarios con elevada inflación y en un ámbito cada vez más internacional en el que podrían provocarse fugas de personas acaudaladas a otras latitudes (o evitar el establecimiento en nuestro país de grandes patrimonios), lo cierto es que el nuevo tributo pretende salir al paso de las bonificaciones aprobadas o anunciadas por algunas Comunidades Autónomas (CCAA) como Madrid, Andalucía y Galicia, que reducen a sus residentes el IP a la mitad o bien lo bonifican o al 100%.
Así, al exigirse un impuesto estatal que ocuparía el espacio tributario no utilizado por las CCAA, se igualaría la tributación de las grandes fortunas en todo el territorio nacional y, por otro lado, se incentivaría a los entes autonómicos a cobrar el IP al que ahora renuncian pues, de otro modo, será el Estado quien recaudará tales cantidades dejadas de ingresar por los entes autonómicos.
Pues bien, en este comentario se reflexionará, esencialmente, sobre si un impuesto como el anunciado por el Gobierno podría vulnerar el principio de autonomía financiera de las CCAA reconocido en el art. 156 de nuestra Constitución (CE) y desarrollado por la Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), en cuyo caso cabría apreciar en el dicho tributo tintes de inconstitucionalidad. Pero la conformidad con nuestra Ley Fundamental no se agota con el análisis de una eventual invasión, por parte del Estado, de competencias autonómicas. Antes bien, existen otras dudas de constitucionalidad que deben también analizarse, siquiera sea someramente.
Así, habría de dilucidarse, en primer lugar, si el citado principio de autonomía financiera que reconoce nuestra Carta Magna debe contemplarse desde la perspectiva de la posibilidad de obtener ingresos y realizar gastos (esto es, permitiendo a las CCAA ingresar más o menos a fin de cubrir el nivel de gastos que decidan conveniente) o si, por otro lado, la citada autonomía financiera contempla también la posibilidad de fijar cierto grado de competencia fiscal entre entes autonómicos como política instrumental para gestionar su propia financiación contemplada en su conjunto. Así, por ejemplo, si la Comunidad de Madrid atrae a grandes fortunas por no gravar su patrimonio neto, podría resultar que los ingresos tributarios que se obtengan en relación con tales personas acaudaladas del resto de tributos total o parcialmente cedidos (50% del IRPF e IVA, 100% de ISD, etc.) superaran lo dejado de ingresar por IP. Esto es, habrá de determinarse si el art. 156 CE conlleva únicamente la posibilidad de las CCAA para fijar su nivel de ingresos y gastos o también implica la capacidad de excluir al Estado de los espacios tributarios que, cedidos por éste, son deliberadamente dejados vacíos por los entes autonómicos.
Pero, además, aun cuando se concluya que la autonomía financiera de las CCAA no conlleva la posibilidad de que la renuncia a fijar tributos pueda verse neutralizada por el Estado, cabe preguntarse adicionalmente si la intervención estatal modificando el statu quo de nuestros días debería hacerse no ya por ley ordinaria, sino vehiculado a través de una modificación de la LOFCA, en tanto que es esta norma la que regula, con carácter básico, las relaciones financieras entre el Estado y las CCAA.
Pues bien, en lo que concierne al contenido propio de la autonomía financiera de las CCAA, cabe recordar que el art. 133.2 CE señala que “[l]a potestad originaria para establecer los tributos corresponde exclusivamente al Estado, mediante ley”; por otro lado, el art. 156.1 CE recoge que “[l]as Comunidades Autónomas gozarán de autonomía financiera para el desarrollo y ejecución de sus competencias con arreglo a los principios de coordinación con la Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los españoles” (énfasis añadido).
Ciertamente, la regulación del ejercicio de las competencias financieras de las CCAA debe hacerse por ley orgánica, siendo la LOFCA el instrumento normativo que colma tal regulación. Dicha ley orgánica, en su art. 19, permite a las CCAA ciertas competencias normativas en el ámbito del IP y, particularmente, éstas pueden regular deducciones y bonificaciones en la cuota de dicho tributo, en las condiciones legalmente previstas. Por su parte, el art. 47 de la Ley 22/2009, de 18 de diciembre, por la que se regula el sistema de financiación de las CCAA de régimen común y Ciudades con Estatuto de Autonomía, señala al respecto que “[l]as deducciones y bonificaciones aprobadas por las Comunidades Autónomas resultarán, en todo caso, compatibles con las deducciones y bonificaciones establecidas en la normativa estatal reguladora del impuesto y no podrán suponer una modificación de las mismas”.
Por su parte, nuestro Tribunal Constitucional (TC) ha señalado en alguna de sus sentencias (por todas la STC 26/2015, de 19 de febrero), por un lado, que “[e]l poder tributario de las Comunidades Autónomas puede […] ser delimitado por el Estado, salvaguardando en todo caso su propia existencia, de manera que no se produzca un vaciamiento de la competencia autonómica”; y, por otro lado, que “forma parte del ámbito competencial del Estado el establecimiento de un tributo cuya finalidad central es armonizar una determinada materia imponible”. Siendo ello así, parece que el TC, en la resolución referida, centra la autonomía financiera de las CCAA en las posibilidades de ingresar en función de sus necesidades de gasto, sin que ello determine la imposibilidad de modificar sus tributos (aunque sean cedidos, como es el caso del IP), en la idea destacada por Francisco Adame en este blog de que el Estado “no tiene que armonizarse a sí mismo” y que, en todo caso, tiene a este respecto competencia de coordinación respecto del sistema tributario autonómico y la potestad “originaria” (o prevalente) para establecer tributos, ambas atribuida por la propia CE, según se vio.
Ahora bien, conviene recordar que la citada STC 26/2015 contó con un voto particular discrepante formulado por 5 de los 12 magistrados que componían a la sazón el TC. Así, quienes no estuvieron de acuerdo con el criterio de la mayoría refirieron que la armonización realizada por el legislador debe llevarse a cabo mediante ley orgánica, con evidentes alusiones a la LOFCA. Así, el citado voto particular expresó: “El artículo 133.2 CE reconoce la potestad originaria al Estado para establecer tributos, mediante ley. Por su parte, el artículo 157.3 CE establece una reserva de ley orgánica respecto de las normas para resolver los conflictos que pudieran surgir y las posibles formas de colaboración financiera entre las comunidades autónomas y el Estado. La consecución de los fines recaudatorios de un tributo y de aquellos otros fines extrafiscales que resulten anejos al mismo puede hacerse mediante la regulación de esa figura tributaria por ley; pero la consecución del objetivo de resolver conflictos o establecer formas de colaboración financiera entre el Estado y las Comunidades Autónomas debe hacerse mediante ley orgánica”.
Así, de la doctrina referida en la STC 26/2015 (posteriormente reiterada, entre otras, por la STC 59/2015, de 18 de marzo) no parece que la autonomía financiera de las CCAA pueda limitar la competencia tributaria estatal y las labores de coordinación que le atribuye la CE. O, dicho en otras palabras: no parece que la cesión de un tributo a una Comunidad Autónoma determine que el Estado pierda competencias para regular el mismo, con lo que podría plantearse que nada impide la aprobación de un nuevo tributo como el anunciado por el Gobierno, aun cuando ello pueda alterar la competencia fiscal actualmente existente entre distintas CCAA.
Ahora bien, lo que no resulta tan claro es si la modificación pretendida podría realizarse o no a través de ley ordinaria o, por el contrario, se requeriría la modificación de la LOFCA. Como se ha indicado previamente, el TC se partió -prácticamente- en dos al decidir años atrás sobre una cuestión en parte similar a la ahora planteada. Y también es cierto que los hechos enjuiciados en la STC 26/2015 y otras posteriores (aprobación de un impuesto estatal sobre depósitos en entidades de crédito para evitar que proliferaran diversos impuestos propios similares en las distintas CCAA) no son idénticos a los que ahora se discuten: en la base de la STC 26/2015 estaba una acción legislativa del Estado para evitar que las CCAA aprobaran nuevos impuestos propios sobre depósitos bancarios y, consiguientemente, allegaran fondos a sus arcas públicas para hacer frente a su gasto; sin embargo, en el caso del IP no recaudado por las CCAA y cuyo espacio fiscal ocuparía el Estado en el nuevo impuesto pretendido, no se estaría limitando directamente la percepción de ingresos por parte de los entes autonómicos; y ello aunque sí existiría, acaso, una limitación indirecta si se consideran otros tributos como el IRPF o el IVA, que podrían verse mermados en el caso de que residentes de las CCAA decidieran emigrar fuera de España por razones fiscales.
El debate podría acaso centrarse en la redacción del art. 157.3 CE, a cuyo tenor “[m]ediante ley orgánica podrá regularse el ejercicio de las competencias financieras enumeradas en el precedente apartado 1, las normas para resolver los conflictos que pudieran surgir y las posibles formas de colaboración financiera entre las Comunidades Autónomas y el Estado”. Y, particularmente, en si puede entenderse que la regulación por el Estado de un nuevo impuesto sobre el patrimonio, con el efecto básico de que cuando las CCAA no agoten dicho espacio fiscal el mismo resultaría gravado por el Estado, afecta al “ejercicio de las competencias financieras” de tales CCAA respecto de un impuesto cedido totalmente por el Estado, como es el caso del IP.
Pues bien, en el caso del nuevo tributo anunciado, y a diferencia de lo que ocurría con el impuesto aprobado por el Estado sobre depósitos en entidades de crédito en 2012, no resulta evidente, en mi opinión, que las competencias financieras de las CCAA puedan verse alteradas hasta tal punto de resultar inconstitucional la acción legislativa estatal, toda vez que con la norma que pretende aprobarse: (i) los entes autonómicos pueden recaudar (o no) el tributo referido, quedando incólume sus competencias financieras al respecto; y (ii) si bien podrían darse alteraciones en la recaudación de otros tributos por cambios de residencia fiscal en algunos de los contribuyentes hasta entonces residentes en tales CCAA, resulta dudoso defender que un efecto tan indirecto e incierto pueda conllevar una vulneración flagrante del principio de autonomía financiera de referidos entes autonómicos.
Ciertamente, las opciones que tome cada Comunidad Autónoma se verán influidas por el hecho de que, de no ejercer sus competencias en el ámbito del IP por renunciar total o parcialmente a su recaudación, el mismo vendrá recaudado para lo estratos más altos de riqueza por el propio Estado. Sin embargo, no parece que, de forma nítida e indiscutida, pueda entenderse que la aprobación de un nuevo tributo por el Estado, ocupando el espacio fiscal no utilizado por las CCAA, limite en tal grado las competencias financieras de éstas que la medida pueda resultar contraria al art. 156 CE.
Pudiera acaso aseverarse que tal acción del Estado vacía las competencias atribuidas por la cesión realizada en relación con el IP por el art. 19 de la LOFCA y preceptos correlativos, en tanto que tales competencias implican no sólo aumentar dicho tributo sino también disminuirlo (o, eventualmente, eliminarlo de hecho para una determinada Comunidad Autónoma). Ahora bien, ello implicaría la asunción de dos presupuestos básicos: en primer lugar, que la competencia atribuida el art. 19 de la LFOCA conlleva la prohibición de que el Estado entre a gravar un espacio fiscal cedido en el caso de que no se ejerzan competencias normativas al respecto por parte de las CCAA; y, en segundo lugar, que la LOFCA se refiere a un statu quo que se pretende estable en el tiempo y que no puede ser alterado por el Estado. En mi opinión, ninguno de los presupuestos referidos se infiere nítidamente de los preceptos aludidos ni de la propia LOFCA, norma que tiene como objetivo esencial dotar de fondos a las CCAA para que puedan atender a sus gastos públicos, sin que la competencia fiscal entre entes territoriales pueda considerarse un objetivo esencial en tal ley orgánica. O dicho en otras palabras: aunque resulta sin duda defendible que la especificación de los precepto de la LOFCA se deba realizar por ley orgánica, también es cierto que cabe postular que no vulnera el bloque de constitucionalidad que una ley estatal, sin vulneración frontal de los preceptos fijados en la LOFCA, permita al Estado la aprobación de nuevos tributos.
Siendo ello así, no resulta evidente que exista una reserva de ley orgánica para la creación del impuesto anunciado por el Gobierno; o, dicho de otro modo: no me parece indiscutible que la aprobación de un nuevo IP por ley ordinaria que afecte al espacio fiscal no ejercicio por las CCAA en relación con el mismo pueda resultar, per se, inconstitucional por vulneración del principio de autonomía financiera de los entes autonómicos.
Cabría incluso plantearse si las CCAA incididas por el nuevo impuesto pueden eliminar la bonificación del IP que aprobaron en su día (a fin de impedir la ocupación por el Estado de un espacio fiscal previamente cedido por éste) y, aumentando el mínimo exento de dicho tributo hasta el umbral que fije el Estado para recaudar el nuevo impuesto, aprobar simultáneamente una deducción en la cuota del IRPF que compensara parcialmente el gravamen sobre el patrimonio que habrían de satisfacer las personas afectadas por tales cambios normativos. Pues bien, si atendemos al tenor del art. 46.1.c) de la Ley 22/2009, cabe recordar que entre otras cuestiones se refiere a la posibilidad de aprobar deducciones autonómicas en el IRPF en relación con “[c]ircunstancias personales y familiares, por inversiones no empresariales y por aplicación de renta” y “siempre que no supongan, directa o indirectamente, una minoración del gravamen efectivo de alguna o algunas categorías de renta”. En teoría, cabría plantearse la posibilidad de fijar una deducción en IRPF que redujera la cuota autonómica hasta reducirla a cero (pues conforme al art. 46.4 de la Ley 22/2009 ésta no puede ser negativa) por una circunstancia personal ciertamente singular: la titularidad de patrimonio neto que superara el umbral fijado en el nuevo impuesto (probablemente 3 millones de euros) y el abono efectivo del mismo. Con todo, la nueva deducción no podría absorber la totalidad del monto que correspondería pagar por el IP o el nuevo tributo sino, únicamente, atemperar sus efectos. Pero, lo que es más importante: ¿no se produciría en tal caso una reducción del gravamen efectivo sobre algunas categorías de renta del IRPF, vulnerando de este modo el tenor del precepto antes transcrito?
Por lo demás, se ha indicado que probablemente el Gobierno incluya la regulación del nuevo impuesto a través de una enmienda en la Ley sobre gravámenes temporales a los sectores energético y financiero que se tramita actualmente en el Parlamento. Con ello se pretende, al parecer, que el nuevo tributo esté aprobado a 31-12-2022 y, de este modo, pueda exigirse para el periodo impositivo 2022 y recaudarse ya en 2023. Y, siendo ello así, hay quien ha apuntado que dicha maniobra pudiera resultar inconstitucional por cuanto que se hurta al Parlamento de un debate sosegado en base a un proyecto o proposición de ley presentado autónomamente. Ello no obstante, la STC 59/2015, de 18 de marzo (FFJJ 5º y 6º), aludiendo a doctrina consolidada del TC, declaró que era conforme a nuestra Carta Magna incluir la regulación de un tributo a través de enmiendas en una ley que se esté tramitando parlamentariamente, siempre que exista una conexión suficiente con la norma enmendada. Y siendo así que la ley en la que se insertaría la enmienda con la regulación del nuevo impuesto sobre el patrimonio se refiere asimismo a nuevos tributos (a empresas eléctricas e instituciones financieras) para sufragar un gasto público creciente en un escenario económico incierto, ¿resulta evidente que la inclusión del nuevo impuesto a través de enmienda en otra ley que regula nuevos tributos sea claramente inconstitucional? Cuestión distinta sería que se aprobara por otra vía: si tal regulación se hiciera en la Ley de Presupuestos Generales del Estado se vulneraría el art. 134.7 CE; y si se aprobara por decreto-ley debería justificarse (i) que no se afecta el deber de contribuir de los sujetos obligados al pago y (ii) que existe una incontestable extraordinaria y urgente necesidad que ha requerido aprobar la norma con tanta premura, todo lo cual resulta, sin duda, complicado.
Ahora bien, en relación con lo anterior también podría plantear alguna duda de constitucionalidad la eventual aprobación del nuevo tributo en los últimos días de 2022 a fin de que la norma esté aprobada a 31-12-2022, fecha probable de su devengo. Al respecto, resulta preciso indicar que la doctrina del TC (por ejemplo, la STC 182/1997, de 28 de octubre, y las resoluciones del mismo tribunal citadas en dicha resolución) permite la aprobación de medidas fiscales a lo largo de un periodo impositivo no concluido y antes del devengo del respectivo tributo (retroactividad en grado medio o impropia) siempre y cuando no se vulnere el principio de seguridad jurídica reconocido en el art. 9.3 CE, lo cual exige que: (i) la norma no sea absolutamente imprevisible, (ii) concurran claras exigencias de interés público para aprobar dicha medida, y (iii) las medidas adoptadas tengan un alcance limitado.
Pues bien, en el caso del nuevo tributo que pretende aprobarse, es cierto que las medidas adoptadas tendrían un alcance limitado en cuanto al número de sujetos eventualmente afectados (probablemente, menos de 50.000 contribuyentes conforme a las estadísticas de la AEAT de 2020); sin embargo, no puede decirse a ciencia cierta que, habida cuenta de las significativas cuantías que se exigirían a las personas obligadas al pago de dicho tributo, la cuestión pueda considerarse marginal o irrelevante y, por ende, de alcance limitado para quienes afecte dicho impuesto. Además, no queda claro que los otros dos requisitos exigidos por el TC para la constitucionalidad de la medida (previsibilidad e interés público incontestable) se cumplan de forma evidente. Así, aun cuando se venga anunciando dicho tributo desde los últimos días de septiembre de 2022, a principios de noviembre no se conoce aún el texto articulado del impuesto que pretende aprobarse, ni tan siquiera alguno de los elementos esenciales del mismo como el momento de su entrada en vigor. Siendo ello así, la previsibilidad del mismo es prácticamente nula, sobre todo habida cuenta de que la residencia fiscal a finales de año ya no puede variarse y, en consecuencia, habrá de tributarse en el nuevo tributo -por obligación personal si se sigue el esquema de tributación del actual IP- respecto de la totalidad del patrimonio mundial ostentado en la fecha de devengo del impuesto. Y, adicionalmente, está por ver que la norma que pretende aprobarse pueda justificar un interés público tan insoslayable que resulte estrictamente necesaria la exacción de dicho gravamen en 2022.
Como se pone de manifiesto de lo indicado, las cuestiones de constitucionalidad del nuevo tributo no se agotan en el ámbito de una eventual vulneración de competencias autonómicas. Ciertamente, habrá que prestar atención también a la configuración definitiva del tributo, especialmente en lo que respecta a la prohibición de confiscación prevista en el art. 31 CE. No en vano, los tipos marginales máximos conllevarían -si no existiera corrección alguna- que una persona con un patrimonio neto superior a 10 millones de euros que se mantuviera constante en el tiempo (por ejemplo, por tener una rentabilidad similar al de la inflación) pudiera ver desaparecer la mayor parte del mismo en un periodo aproximado de 30 años. O, asimismo, que para pagar sus tributos directos (sobre IRPF e IP) tuviera que ir ventilando su patrimonio, el cual se vería mermado año tras año. Como es sabido, en el actual IP existe un límite conjunto en virtud del cual la suma de las cuotas íntegras de IP e IRPF no pueden superar el 60% de las bases imponibles del IRPF, siendo así que la cuota de IP deberá reducirse por el exceso sobre el citado 60% con el límite del 20% de dicha cuota. Consecuentemente, el nuevo impuesto sobre el patrimonio neto de las grandes fortunas debería recoger un mecanismo similar para evitar que la progresividad del futuro impuesto pueda tener efectos confiscatorios.
De lo que poco que resulta cierto en relación con el nuevo tributo anunciado por el Gobierno es que, de aprobarse, se aumentarán indefectiblemente los controles fiscales por parte de la AEAT sobre la residencia fiscal efectiva de las personas más acaudaladas de nuestro país para evitar traslados simulados o no efectivos a otras soberanías fiscales. Todos tenemos en la memoria supuestos recientes -y no tan recientes- en relación con artistas y deportistas y es claro que la tecnología ha traído cada vez mayores medios de control sobre todas nuestras actividades. Por ello, el asesoramiento en caso de migraciones por razones impositivas debe tener muy presente la alta probabilidad de eventuales controles tributarios, así como la necesidad de preconstituir prueba suficiente que impida a la AEAT rebatir fundadamente el cambio efectivo de residencia fiscal.
En suma, los contornos que rodean el nuevo impuesto anunciado -en principio con carácter temporal- por el Gobierno, y que gravaría el patrimonio neto de las grandes fortunas, son inciertos y deberán analizarse una vez que se disponga de un texto articulado sobre el que poder basar unos comentarios mínimamente rigurosos. Sin embargo, de lo indicado en estas líneas se infiere que no resulta evidente la vulneración por el mismo de competencias autonómicas constitucionalmente establecidas. Y ello aun cuando la constitucionalidad del tributo anunciado no pueda predicarse de forma general: podría ocurrir que la nueva norma presente tintes incompatibles con nuestra Carta Magna ya sea por la forma en que se apruebe, ya por vulnerar el principio de no confiscatoriedad si no existe una adecuada limitación de la progresividad del mismo, bien, en fin, por las circunstancias referidas a su entrada en vigor. No obstante, hemos de ser conscientes de que, hasta poder conocer más sobre dicho impuesto, la indecisión está servida y cualquier análisis jurídico serio resulta necesariamente complejo e inexacto.
Manuel Lucas Durán
Profesor Titular de Derecho Financiero y Tributario en la Universidad de Alcalá y miembro del Consejo Asesor de Garrido.