La revolución "ma non troppo" de la fiscalidad internacional
La época de los hypes y de los clickbaits trae consigo, entre otras muchas vicisitudes, la servidumbre hacia los grandes titulares y las consignas periodísticas. También en relación con la actualidad tributaria. Expresiones como revolución fiscal internacional, acuerdo histórico o cambio radical han estado presentes en las rotativas de la prensa especializada y no tan especializada para referirse a los acuerdos del Pilar Uno y el Pilar Dos, impulsados por el denominado Marco Inclusivo de la OCDE y de la mano del G7 y del G20.
Pero en esto, como en otras muchas cuestiones de la fiscalidad de nuestros días, analizar la letra pequeña siempre conduce a rebajar la euforia y el sensacionalismo. Y, aunque no cabe duda de que los Pilares Uno y Dos constituyen un cambio sustancial en el reparto del poder tributario para gravar a los grupos multinacionales, ni nos hallamos ante un cambio tan radical como se dice ni está claro cuándo ese cambio se va a producir efectivamente.
Recordemos que los Pilares Uno y Dos son fruto de un acuerdo internacional. En el caso del Pilar Uno, su aprobación el 1 julio de 2021 por el denominado Statement de la OCDE/Inclusive Framework, conocido como Statement, define un nuevo reparto internacional de las bases imponibles para que una parte de los beneficios de ciertas multinacionales puedan ser gravados en el país de la fuente, redenominado como jurisdicción del mercado. El Statement incluye importantes novedades en relación con el anterior Blueprint de 2020 y ha llegado a ser catalogado como documento refundacional de la fiscalidad internacional, en tanto encarnaría un cambio de paradigma para el reparto global del poder de gravar los beneficios de las multinacionales. En relación con el Pilar Dos, el documento Global Anti-Base Erosion Model Rules (Pillar Two), publicado por la OCDE el 20 de diciembre de 2021, pretende implementar el llamado impuesto mínimo global para ciertas multinacionales. Y ambos suponen un importante cambio en la tributación universal de los grandes grupos con actividad transfronteriza.
Hasta ahora la fiscalidad internacional, de la mano de la OCDE, se había limitado a dictar normas de derecho blando que prácticamente se circunscribían al diseño de un Modelo de Convenio de Doble Imposición, de directrices en relación con los precios de transferencia y, ya en la última década del siglo pasado, de mecanismos para atacar a los paraísos fiscales y a las jurisdicciones no cooperativas. Estrategia que culminaría en 2014 con la implantación de un estándar de intercambio automático de información mediante el Acuerdo Multilateral.
Desde ese instante la preocupación de los organismos internacionales sería la tributación de los grupos multinacionales, a partir de la acuñación del concepto de planificación fiscal agresiva. La presión de muchas ONGs y la difusión del relato de que las multinacionales no estaban contribuyendo en la parte justa de imposición llevó a afirmar que determinadas estrategias de los grupos transnacionales, aunque fuesen lícitas (es decir, aunque constituyesen lo que tradicionalmente se entendía como planificación fiscal) no resultaban admisibles porque suponían tácticas para evitar contribuir allí donde estos grupos generaban valor.
El paso siguiente sería en 2013 el Plan BEPS (Base Erosión and Profit Sjhifting) que pretendía, a través de sus 15 acciones, localizar mecanismos de planificación fiscal agresiva y proponer reformas legales en cuestiones como híbridos, deducción de gastos financieros, regímenes preferentes, abuso de convenios, estatus de establecimiento permanente o precios de transferencia e intangibles. Paralelamente, en Europa en 2016, la Directiva Anti-Abuso (ATAD) obligó a transponer en nuestro ordenamiento algunas de estas medidas.
En cualquier caso, el Plan BEPS no fue nada más (y nada menos) que una operación destinada a detectar los agujeros de los sistemas fiscales a través de los cuales los grupos transfronterizos procedían a erosionar la base imponible y a trasladar beneficios a jurisdicciones de fiscalidad más reducida. Pero no suponía un cuestionamiento del modelo de reparto del poder de gravar los beneficios de las multinacionales.
Por el contrario, ese modelo o paradigma ha estado vigente desde hace casi sesenta años y se asienta en una serie de reglas que tanto el Modelo de Convenio de la OCDE como la Guía de Precios de Transferencia han erigido casi en auténticos dogmas.
Así, los grupos multinacionales no son concebidos fiscalmente como una unidad económica. Y ello, a pesar de que ha habido propuestas académicas para su tributación consolidada mundial, como la imposición unitaria o worldwide taxation de AVI-YONAH y experiencias como la base imponible común consolidada europea (BICCIS), que se abandonará definitivamente en 2023, sustituyéndose por BEFIT (Business Europe Framework Income Taxation). Por el contrario, rige la regla de la empresa separada, de modo que cada entidad del grupo es gravada en su país de residencia. Las operaciones entre las sociedades del grupo, atendiendo al denominado principio de independencia, tributan por su valor de mercado de acuerdo con el sistema de precios de transferencia. Y las rentas obtenidas por una entidad residente en otra jurisdicción sólo se gravarán si hay una base fija de negocios, esto es, un establecimiento permanente basado en la presencia física.
Estos rasgos definitorios de lo que ha sido un paradigma que se ha mantenido durante décadas sólo empezó a tambalearse con el surgimiento de la economía digital. Con la digitalización crece enormemente la sensación de que los grupos internacionales no tributan adecuadamente y, sobre todo, de que no lo hacen allí donde crean valor. La digitalización conlleva innovaciones disruptivas en los modos de hacer negocios. Así, hay empresas que facturan millones de dólares teniendo como único activo un algoritmo que se pone a disposición de particulares para que interactúen o realicen transacciones de bienes o servicios o consumo compartido propio de la share economy (caso de Uber, Airbnb, o Wallapop). O multinacionales que cuentan con un valioso activo en sus millones de usuarios y en los datos de éstos, con los que trafican sin tener presencia física en los países en los que operan (caso de Facebook, Gooble, Instagram…). En este contexto se producen situaciones de lo que la profesora SOLER ROCH ha denominado inmunidad fiscal. Esta inmunidad es consecuencia de que las fórmulas tradicionales de hacer tributar las rentas de los grupos transfronterizos no son aptas para capturar los beneficios de estos nuevos modelos de negocio.
La muestra más palpable de la crisis del modelo tradicional de distribución del poder tributario se pone de manifiesto con la creación de impuestos locales sobre servicios digitales de la más variada tipología: bien equalization taxes, bien impuestos sobre beneficios desviados (diverted profit tax), sobre publicidad on line, o que abarcan las actividades de intermediación y captación y tráfico de datos, como nuestro Impuesto sobre Servicios Digitales, implantado en España por la Ley 4/2020, de 15 de octubre. Incluyendo la extensión del IVA a los servicios digitales como han hecho, por ejemplo, varios países de América Latina.
Y aunque la creación de impuestos es una de las más elementales expresiones de soberanía tributaria, la comunidad internacional, especialmente por la presión de Estados Unidos, no veía con buenos ojos la proliferación de medidas legislativas unilaterales del más variado pelaje sobre los beneficios de las multinacionales digitales. La reacción de la Administración Trump a finales de 2019 contra el anuncio del impuesto digital francés fue buena muestra de ello.
Parecía adecuado, por tanto, diseñar una fórmula sustitutiva de los impuestos digitales de los diferentes países que, al tiempo, supusiera un cambio en el paradigma de reparto de los derechos de gravamen de los beneficios de las multinacionales. Se trataba de desplazar parte de los rights to tax de que disponían los países sedes de las casas centrales a los países de la fuente, ahora llamados jurisdicciones del mercado.
Y, en efecto, ese parece ser el objetivo del Pilar Uno: implementar una fórmula para reasignar el poder tributario a la hora de gravar los beneficios de las multinacionales del mundo digital. Lo realmente original es que el Pilar Uno prescinde de la, hasta ahora, hegemónica metodología de la empresa separada y reconoce relevancia a la propia existencia de los grupos multinacionales, cuyos beneficios van a ser desagregados en un beneficio rutinario y en uno residual. Se defiende, como una cuestión de justicia tributaria internacional, trasvasar a las jurisdicciones de mercado el poder de gravar una parte del beneficio residual de las multinacionales que antes correspondía a los países de residencia.
Por tanto, estaríamos ante un cambio de paradigma, en la medida en que la empresa separada daría paso a una concepción basada en el grupo. Los métodos tradicionales de precios de trasferencia quedarían relegados en favor de una metodología formularia de segregación del beneficio residual. Y se relativizaría la tributación en residencia, permitiéndose gravar ciertos beneficios empresariales en un país sin la sujeción al requisito de la presencia física. Por tanto, aparentemente estaríamos ante una radical mutación de contexto.
Sin embargo, el Pilar Uno es una revolución fiscal, ma non troppo. La porción más importante del beneficio residual que se permitirá gravar a las jurisdicciones del mercado es la denominada Suma A, que se aplicará sólo a una parte del beneficio. Sólo al beneficio derivado de dos tipos de actividades: servicios automatizados o digitales (ADS por sus siglas en inglés) que se prestan de manera remota y con poca o nula presencia física. Y, en segundo lugar, a los Consumer Facing Business (CFB), derivados de negocios que generan ingresos por la venta de bienes y servicios suministrados a consumidores o clientes o que licencian o explotan una propiedad intangible relacionada con dichos bienes o servicios.
Además, se atribuirá a las jurisdicciones de mercado esa parte del beneficio obtenido sólo por un reducido número de multinacionales. En concreto, de aquéllas que generen beneficio residual y que, además, tengan volumen de negocios anual global superior a 20.000 millones de euros – que se reducirá a 10.000 millones- y rentabilidad por encima del 10%. Y sólo respecto a una parte del beneficio residual global del grupo (entre un 20 y un 30% de la ganancia residual definida como una ganancia superior al 10% de las ganancias totales).
Y, además, en el caso de ADS, un país sólo tendrá la posibilidad de gravar esa parte de los beneficios si la compañía multinacional tiene en su jurisdicción ventas por encima de un millón de euros, que serán 250.000 para países con un PIB inferior a 40.000 millones de euros. Esta última regla de minimis ha sido censurada por restrictiva e ilógica, ya que las multinacionales no van a tener obligaciones específicas de cumplimiento en cada jurisdicción de mercado. Y porque supondrá dejar fuera del reparto a muchos países.
Como se puede apreciar, la fórmula incrementa el poder fiscal de los países de la fuente en reconocimiento del papel que juegan el mercado o los usuarios en los modelos de negocio de la economía digital. Pero con muchas limitaciones. Y aunque la propia OCDE ha estimado que, por aplicación del Pilar Uno, las jurisdicciones de mercado podrán hacer tributar unos 100.000 millones de dólares de beneficios, lo cierto es que la parte importante de los mismos seguirá siendo gravada por los países de residencia de las matrices. Los países de la fuente recibirán unos beneficios que podrán someter a imposición, pero, si ya están gravando el beneficio de marketing y distribución, y lo están haciendo con los vigentes criterios de análisis de funciones y riesgos, las ganancias que podrán sujetar a tributación se verán reducidas por el juego del safe harbor y en aras de evitar la doble imposición.
El nuevo sistema favorece, en principio, a los países donde las grandes multinacionales operan. Parece que se pretende incrementar la justicia interestatal reconociéndoles a estas jurisdicciones derechos de gravamen. Además, se asegura que el sistema no resulta complejo para los países en vías de desarrollo que reciban esos beneficios gravables. La complejidad será para las multinacionales afectadas por el cálculo de la Suma A, aunque se confía en el plus de seguridad jurídica que aportarán los mecanismos de prevención y resolución de disputas obligatorios y vinculantes que se prevén.
En suma, los países del mercado podrán recaudar unos importes que antes se les escapaban. Pero a costa de una escasa capacidad de control sobre esas sumas recibidas. Y ello, aunque dispongan de un sistema de resolución de controversias sobre la llamada cantidad A. Y más que por razones de justicia, el Pilar Uno surge de la presión de los múltiples impuestos nacionales digitales, que habrá que desmantelar cuando entre en vigor el nuevo sistema. Por lo tanto, estamos ante un sucedáneo de impuesto digital fijado de forma estandarizada que, una vez implantado, desactiva la capacidad de los países de tener sus propios impuestos digitales.
Y la aceptación de este sistema por la comunidad internacional y especialmente por Estados Unidos, tiene la contrapartida del Pilar Dos, donde se perfila el denominado impuesto mínimo global del 15 % para los grupos multinacionales. Tal y como se define en las reglas GloBE de diciembre de 2021, el principal instrumento para este impuesto mínimo será la income inclusion rule (IIR), que favorece a los países de residencia de las matrices de los grupos transnacionales que consoliden resultados, a las que se denomina entidades matrices últimas.
El mecanismo se materializa en una especie de impuesto complementario que se exigirá en el país de residencia de la matriz (top-up-tax) en relación con los beneficios de las filiales (entidades constitutivas) que, en cada jurisdicción, soporten un tipo medio efectivo inferior al 15 %. Esta medida fiscal será complementaria de las reglas de transparencia fiscal internacional y tiene un substrato común con éstas, pues se trata de recapturar beneficios obtenidos por filiales en países de tributación más baja, aunque no solamente de las carentes de sustancia o actividad empresarial real. Teniendo en cuenta que el origen histórico de la transparencia fiscal internacional se sitúa en la legislación norteamericana de los años sesenta, no es de extrañar el apoyo de Estados Unidos al Pilar Dos y su pretensión de que avance en paralelo al Pilar Uno. La income inclusion rule pretende hacer frente a un problema tradicional del fisco de Estados Unidos respecto a sus multinacionales y que es la deslocalización de beneficios a través de fíliales en el exterior. Algo que se ha ido incrementando en las últimas décadas, incluso con la colaboración de muchos países europeos que con tipos reducidos (con el emblemático 12,5 % de Irlanda), regímenes holding, patent box o rulings, facilitaban la ubicación de rentas de multinacionales americanas en Europa. Algo a lo que se enfrenta la reforma fiscal americana de 2016 y, en concreto, el GILTI, en el que indudablemente se inspira el IIR.
Este Pilar Dos tiene un umbral más bajo, ya que se aplicará a grupos con un volumen de operaciones de, al menos, 750 millones de euros en dos de los últimos cuatro ejercicios. Por tanto, es de imaginar que tenga un alcance más amplio que el Pilar Uno. Y frente a la objeción de que es una medida orientada a favorecer a las jurisdicciones de residencia, se habilita una regla a favor de los países de la fuente como es el undertaxed payments rule (UTPR) o regla de pagos infragravados.
Pero la propuesta también ha recibido multitud de críticas. Se ha dicho, por un lado, que el tipo del 15 % es demasiado bajo (se habló, inicialmente, del 21 %), lo que justifica que haya sido visto con alivio incluso por países como Irlanda. Y no conviene olvidar que el tipo que realmente se aplicará va a ser incluso inferior a ese 15 % por la exclusión de actividades sustantivas (esto es, aplicación de carve outs) en ese 5 % del valor contable de activos tangibles más salarios. Incluso se ha llegado a afirmar que la medida puede provocar el efecto contraproducente de hacer que muchos países con tipos superiores al 15 % acaben reduciéndolo para aproximarse a la tasa mínima.
Desde otra perspectiva se ha afirmado también que un tipo mínimo parece confrontar con la soberanía tributaria, que proclama la libertad de los estados para fijar sus tasas impositivas. Aunque, en realidad, no se pretende implantar un tipo unificado del impuesto sobre el beneficio de las sociedades. Los estados podrán seguir manteniendo tasas inferiores al 15 %. Pero sí es cierto que se estaría penalizando a aquellas jurisdicciones con un tipo por debajo de ese 15 %. Incluso aquellas con políticas de impuestos bajos para entidades con verdadera sustancia económica. Esto pretende solventarse con el mentado carve out de un 5% del valor contable de las cargas salariales del personal elegible y de los activos tangibles de la entidad constitutiva que tenga una tasa efectiva inferior al mínimo en la respectiva jurisdicción. Ese 5 % podría incrementarse hasta un a 7,5% después de un periodo de transición de 5 años. Las Reglas GloBE consideran que las actividades con sustancia económicas van ligadas a la existencia de trabajadores o activos materiales, pero no a intangibles lo cual es problemático, al no tener en cuenta regímenes que cumplen las exigencias del Informe Final de la Acción 5 del Plan BEPS como los patent box calculados según modified nexus approach. Ello afectará negativamente a países que vienen estableciendo tipos reducidos para atraer empresas tecnológicas o que invierten en I+D+i, que tendrán que sustituir la competencia fiscal basada en tasas impositivas bajas por otro tipo de competencia fundada en ventajas como transparencia, seguridad jurídica, celeridad en los procedimientos o ausencia de corrupción.
Y también es verdad que el proyecto excede en mucho lo que es una mera adaptación del sistema fiscal global al fenómeno de la economía digital. Ello ha generado una cierta alarma en torno a si sería posible que las multinacionales reduzcan su volumen de inversión exterior al no resultar tan atractivos los bajos impuestos de ciertos países. Por el contrario, la OCDE entiende que ello apenas afectaría al 0,1 % del PIB a nivel mundial.
Pero si hay algo que rebaja las elevadas aspiraciones de la revolución fiscal de los Pilares Uno y Dos es la hoja de ruta de su implantación. En cuanto al Pilar Uno, se pretende que entre en vigor en 2023 mediante un instrumento multilateral. Pero ello exigirá una apuesta decidida de todos los países, lo que no parece fácil. Para el caso de España, el Libro Blanco para la Reforma Tributaria presentado en febrero de 2022, propone avanzar en el establecimiento del Pilar Uno.
Pero lo más relevante será la articulación práctica del desmantelamiento de los impuestos unilaterales de los diversos países, incluido nuestro impuesto de servicios digitales. El acuerdo de octubre de 2021 suscrito por Austria, Francia, Italia, España, el Reino Unido y los Estados Unidos, con un período transitorio desde el 1 de enero de 2022 hasta el 31 de diciembre de 2023, supone la eliminación de los impuestos domésticos y el reconocimiento de un derecho a la deducción si lo pagado por el tributo local resulta superior a lo que correspondería con el nuevo sistema. En cualquier caso, conviene tener en cuenta que muchos países del Marco Inclusivo tienen tributos domésticos que no son propiamente impuestos sobre beneficios de empresas digitales (como el IVA a los servicios digitales en países de Latinoamérica) y otras acuden a medidas convencionales, como el artículo 12 B del Modelo del Convenio de Naciones Unidas para el gravamen de rentas procedentes de servicios digitales automatizados.
Más compleja es la aplicación del Pilar Dos. En primer lugar, y a diferencia del Pilar Uno, se trata de un enfoque común, lo que quiere decir que los países serán libres de implementar el Pilar Dos o no, pero si lo asumen deberán hacerlo atendiendo al estándar de las reglas GloBE. Su puesta en marcha exigirá tanto reformas internas como cambios en los convenios. Y eso no va a ser fácil antes de 2024, o incluso, 2026. Y no lo va a ser porque hay dudas de que los propios Estados Unidos y la Administración Biden, valedora del impuesto mínimo, tenga capacidad para transformar legislativamente el actual GILTI por una figura que adopte blending país por país, como puede ser el proyecto Build Back Better (BBB). La oposición a este proyecto, incluso por destacados miembros del Partido Demócrata y las perspectivas de las elecciones legislativas de noviembre de 2022. no auguran posibilidades reales de implantación a corto plazo.
Por su parte, como viene haciendo con relativa frecuencia, Europa ha decidido tomar un rumbo propio. Se pretende introducir el impuesto mínimo vía Directiva, lo que puede afectar a la competitividad de las empresas europeas. Así, la Propuesta de Directiva de diciembre de 2021 incluye el qualified domestic mínimum top-up tax, pero, por el momento, ha encontrado reticencias por distintos motivos, en países como Polonia, Suecia, Malta y Estonia. En el caso de España se está poniendo de manifiesto que el impuesto mínimo del 15% en el Impuesto sobre Sociedades, que en realidad es un límite a la cuota líquida a pagar, no responde a los parámetros del impuesto mínimo GloBE.
Estos parecen ser los mimbres de lo que se denomina revolución fiscal global. Y lo cierto es que esta pretendida revolución cuenta con el plus de legitimidad que le otorga el hecho de ser patrocinada por el Marco Inclusivo de la OCDE. A diferencia de lo que ha ocurrido muchas veces con la OCDE, el Marco Inclusivo no puede ser catalogado como un club de países ricos, en tanto representa a casi 140 países y a más del 90 % del PIB mundial. Pero, por ahora simplemente ha subido el suflé de esta pretendida revolución, por el impulso de los titulares y de las grandes frases. Pero el suflé baja si analizamos los matices y condicionantes de esta revolución ma non troppo. Y la euforia se contiene si se piensa con realismo en la implantación real de las distintas medidas. Se atribuye a Kafka la frase de que toda revolución se evapora y deja tras de sí una estela de burocracia. En este caso, de la burocracia de las reformas reales que requiere la divinizada revolución fiscal global.
César García Novoa
Catedrático de Derecho Financiero y Tributario y Consejero Académico de Cremades & Calvo Sotelo Abogados
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