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La jurisprudencia tributaria en riesgo de colapso

No voy a reflexionar en esta entrega sobre normas jurídicas, su interpretación y la aplicación que de ellas realizan los distintos actores de nuestro sistema tributario. Hablaré de instituciones y, cómo no, de las personas que las sostienen. Me gustaría que mis lectores, buenos conocedores de la jurisprudencia del Tribunal Supremo en materia tributaria, supieran de las condiciones en las que la Sección Segunda de su Sala de lo Contencioso-administrativo, la competente en esa materia, lleva a cabo la tarea que le ha encomendado el Constituyente, consistente en establecer criterios interpretativos uniformes que faciliten el control jurisdiccional del pleno sometimiento de las administraciones tributarias a la Ley y al Derecho (artículos 103.1, 106.1 y 123.1 de la Constitución de 1978).

El recurso de casación contencioso-administrativo instaurado en 2015, y en pleno vigor desde mediados del siguiente año, ha potenciado el papel del Tribunal Supremo como órgano jurisdiccional encargado de sentar jurisprudencia en interpretación del ordenamiento jurídico, a salvo sus componentes constitucional y comunitario, en los que la última palabra exegética corresponde, respectivamente, al Tribunal Constitucional y al Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Dando contenido, en cada caso, al concepto jurídico indeterminado “interés casacional objetivo para la formación de la jurisprudencia” y señalando las normas jurídicas sobre las que proyecta su análisis, la Sección Segunda de la Sala Tercera del Tribunal Supremo ha ido perfilando las distintas instituciones tributarias, delimitando el ámbito de los derechos de los ciudadanos y acotando en su justa medida las potestades de las administraciones públicas.

 Desde que el “nuevo” recurso de casación echó a andar se sabía que una de las materias que más incrementaría su presencia en las salas de deliberaciones del Tribunal Supremo sería la tributaria, por la sencilla razón de que el anterior sistema casacional, pivotando como criterio de admisión sobre la cuantía litigiosa, había dejado huérfanos de armonización interpretativa a amplios campos de ese sector ordinamental, por lo que resultaba más que previsible la llegada “en masa” de cuestiones sobre las que no existía jurisprudencia, primera de las presunciones de interés casacional del artículo 88.3 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa.

El vaticinio se hizo realidad y, a lo largo de los cinco años de vigencia del modelo, los recursos de casación en materia tributaria representan, de media, entre el 30% y el 40%, con una tasa de admisión superior a la que se produce para otros sectores del ordenamiento jurídico-público y, por ello, con una carga resolutiva para la Sección Segunda más elevada que la que soportan otras secciones de la misma Sala. Y esta Sección Segunda no cuenta con un número de miembros del total de los que integran la Sala Tercera que guarde proporción con el esfuerzo a desarrollar.

El desajuste ya se venía manifestando desde la propia entrada en vigor del sistema casacional alumbrado en la disposición final tercera de la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio, pero se ha hecho más evidente en tiempos recientes, especialmente durante el último año. Las inclemencias de la vida, que se llevan anticipadamente a compañeros muy queridos, imprescindibles por su ciencia y experiencia en el juicio tributario (Nicolás Maurandi Guillén y Angel Aguayo Avilés); el paso del tiempo, que obliga a colgar la toga y a descoser las puñetas a quien se percibe como un referente en la materia (José Díaz Delgado); o la inquietud de aquellos que, sintiéndose aún con energía, deciden respirar distintos aires y encarar nuevos retos en este río por el que se navega una sola vez (Jesús Cudero Blas), son la causa de que hoy el enjuiciamiento de los asuntos competencia de la Sección Segunda recaiga sobre las espaldas de cinco magistrados (Rafael Fernández Valverde, José Antonio Montero Fernández, Francisco José Navarro Sanchís, Dimitry Berberoff Ayuda e Isaac Merino Jara), amén de la magistrada (Esperanza Córdoba Castroverde) que en la actualidad ejerce la jurisdicción en la Sección Primera, encargada de decidir qué asuntos reúnen interés casacional para la formación de la jurisprudencia y, por ende, deben ser admitidos y cuáles, por carecer de él, han de ser rechazados in limine litis.

El resultado es que la jurisprudencia tributaria, que representa más de un tercio del enjuiciamiento de fondo de la Sala Tercera del Tribunal Supremo en los recursos de casación, es creada por algo menos de la sexta parte de sus miembros, con apoyo de un cuerpo de letrados que sufre parecido desequilibrio. La desproporción se me antoja evidente y, permítaseme, insoportable. No para mí, pues poco importan en este tablero de juego las sensaciones subjetivas, sino para el sistema. En alguna otra ocasión he afirmado que, aunque se reúnan en una Sala de Justicia los más excelsos juristas (y, créanme, los seis que he nombrado no están lejos de serlo, si es que no lo son ya), ofrecerán magros resultados si no se les provee de los medios personales y materiales necesarios para el desarrollo de su alta función. No pueden erigirse grandes obras con escasas manos y pocas herramientas, y es ingente la tarea de crear pautas interpretativas uniformes, para superar los criterios dispersos y discrepantes de la galaxia de órganos administrativos tributarios y tribunales de justicia que controlan su actividad.

Si quienes están llamados constitucionalmente a realizar dicha tarea se encuentran solos, desamparados y sin apoyo, el que padece es el interés general, la seguridad jurídica que hoy, al fin, no sólo se considera un valor constitucional del más alto nivel (recuérdese el artículo 9.3 de la Carta Magna), sino que también se percibe como indicio de salud democrática y factor de progreso económico y desarrollo social. Los ordenamientos jurídicos con bajos índices de seguridad son expresión de sociedades que no llegan a despegar, donde señorean la desigualdad y la arbitrariedad; por el contrario, allí donde los poderes públicos actúan encauzados por criterios jurídicos previsibles y estables (que no congelados) se manifiestan sociedades pujantes, en las que la satisfacción de los intereses colectivos pasa por el reconocimiento efectivo, no meramente formal, a sus ciudadanos de posiciones jurídicas subjetivas en sus relaciones con los poderes públicos, desde las que pueden actuar sabiendo a qué atenerse.

Y ello sólo es posible con un Poder Judicial fuerte que, con exclusivo sometimiento a la voluntad popular expresada en la Ley, resuelva los conflictos que el sistema genera, sembrando paz social. Esa fortaleza ha de facilitarse a todos y cada uno de los jueces y tribunales que ejercen la potestad jurisdiccional ex artículo 117 de la Constitución y, en primer lugar, al que ocupa su cúspide, el Tribunal Supremo. Singularmente, en un sector tan sensible para el desarrollo de la vida colectiva como el de los ingresos tributarios, donde hay que alcanzar, en Derecho, el justo equilibrio entre el interés general en acopiar los medios económicos necesarios para el desarrollo y ejecución de las políticas públicas y el particular de los ciudadanos, expresado en el reconocimiento de una esfera de inmunidad frente a los poderes constituidos, cimentada en los derechos fundamentales y libertades públicas que la Constitución les reconoce.

Por ello, genera preocupación y, en mi caso personal, auténtica frustración comprobar cómo los otros poderes del Estado, que deberían “mimar” al Poder Judicial, en el que en buena medida está depositada la suerte de los ciudadanos y, por lo tanto, el éxito de la vida colectiva, no desaprovechan la ocasión para desprestigiarlo y debilitarlo. Podría exponer aquí numerosos ejemplos, pero resultará suficiente con señalar el, para mí, más grave, que refleja un mal endémico de nuestra arquitectura constitucional y evidencia la incuria de algunos de nuestros representantes políticos: la renovación del Consejo General del Poder Judicial.

No voy a inmiscuirme en el enmarañado debate sobre la forma de elección de los vocales de ese órgano constitucional, en el que ya he tomado pública postura, sino tan sólo dejaré constancia de la profunda irresponsabilidad de quienes, teniendo la potestad constitucional para proceder a su renovación, no se ponen de acuerdo para acometerla e intentan explicarse ante la ciudadanía con escusas de mal pagador. Si el artículo 122 de la Constitución atribuye a las Cámaras Legislativas la potestad para proceder a esa renovación mediante la elección de los nuevos vocales, cualquiera que sea la forma en que se articule por la Ley Orgánica del Poder Judicial, han de proceder sin demora a cumplir con la tarea. Así lo exigen su deber constitucional, su obligación para con los ciudadanos y su lealtad al sistema democrático. Si no lo hacen, si son incapaces de alcanzar un consenso (o no quieren alcanzarlo, por razones inconfesables) desconocerán el deber que aparentan asumir, incumplirán el compromiso con los ciudadanos a los que dicen servir y traicionarán a la democracia de la que se presentan como defensores.

Esos desconocimiento, incumplimiento y traición se hacen aún más escandalosos si el poder constituido (el Legislativo) que tiene atribuida la competencia para renovar el Consejo General del Poder Judicial, ante su incapacidad para ejercerla en plazo, reacciona, como lo ha hecho, aprobando normas que amputan las competencias de ese órgano constitucional con el argumento de que ha caducado un mandato que él mismo se revela incapaz de renovar.

El resultado es de todos conocido. Los órganos judiciales, en particular el Tribunal Supremo, ven cómo se reduce el número de sus miembros (aquellos cuyo nombramiento no es reglado) a medida que se van produciendo decesos, jubilaciones o abandonos, con la consiguiente disminución de su capacidad de respuesta ante los asuntos que están llamados a decidir. El volumen de casos crece, el número de jueces baja sine die, el tiempo de resolución se prolonga, el riesgo de contradicción se incrementa, la arbitrariedad (los cambios de criterios inadvertidos) amenaza con expandirse y la seguridad jurídica languidece.

Si la situación de interinidad se prolonga, este desalentador panorama puede alcanzar a todos los órdenes jurisdiccionales y es grave cualquiera que sea el sector al que afecte, pero se revela especialmente problemático en el ámbito tributario por los intereses, públicos y privados, en juego. La salud de nuestro sistema de convivencia demanda que se creen las condiciones para que las vacantes de magistrado en la Sección Segunda de la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo sean cubiertas sin mayor demora. Si no se hace así, si el estado de interesada y calculada interinidad se prolonga y la creación de jurisprudencia por el Tribunal Supremo colapsa, los responsables no habrá que buscarlos en la Plaza de la Villa de París de Madrid, donde tiene su sede el Tribunal Supremo; para identificarlos será necesario dirigir la mirada hacia el Sur, fijarla en esa dirección unas cuantas manzanas más allá.

Joaquín Huelin Martínez de Velasco

Antiguo magistrado del Tribunal Supremo y Socio de Cuatrecasas