
Planos inclinados
La posición preeminente de las administraciones públicas
Nuestro sistema jurídico-administrativo pivota sobre la idea central de que, estando constitucional (artículo 103.1 CE) y legalmente (artículo 3.1 de la Ley 40/2015) obligadas a satisfacer los intereses generales, las administraciones públicas se sitúan en sus relaciones con los ciudadanos en una posición de primacía. Precisamente porque tienen la responsabilidad de servir con eficacia los objetivos colectivos, algunos de innegable dimensión constitucional, el ordenamiento jurídico les provee de herramientas que les permiten relacionarse con los administrados, cuyos designios y valores compartidos gestionan, desde una posición de superioridad y preeminencia.
Por ello, en el Derecho administrativo se excepcionan las reglas generales que, en nuestro ordenamiento de raigambre continental, presiden las relaciones jurídicas. Las administraciones públicas no sólo tienen capacidad para adoptar actos con eficacia ad extra, sino que cuando su regularidad es controvertida son ellas mismas las que, además de imponer sus decisiones sin necesidad de acudir a un tribunal de justicia, hacen de juez y parte, resolviendo la disputa a través de una completa y compleja red de cauces para su revisión (artículos 106 a 126 de la Ley 39/2015) que da lugar a pronunciamientos cuya adaptación a la realidad y adecuación al ordenamiento jurídico se presume, como las de los propios actos “auto-enjuiciados” (artículos 39.1 de la Ley 39/2015). Se trata de la autotutela declarativa. Además, esa presunción determina que, a pesar de su cuestionamiento, los actos de las administraciones públicas sean inmediatamente ejecutivos (artículos 38, 98.1 y 117.1 de la Ley 39/2015), pudiendo ser llevados a puro y debido efecto por la propia Administración que los alumbró, de nuevo sin necesidad de impetrar la intervención de un juez. Sólo se excepcionan los casos en los que la Administración autora resuelva no ejecutarlos, suspendiendo cautelarmente su efectividad (artículo 117.2 de la Ley 39/2015). Es la autotutela ejecutiva.
Esa posición de ventaja se acentúa más si cabe en el caso de las administraciones públicas tributarias. Por su supuesto, se les reconoce la autotutela declarativa, esto es la capacidad de imponer sus actos por su propia autoridad y de revisarlos ella misma en caso de que su destinatario los controvierta (artículos 213 a 248 LGT), atribuyéndoseles la presunción de ser fácticamente veraces (artículos 107.1 y 144.1 LGT) y jurídicamente correctos, como todo acto administrativo en general. Y, por supuesto también, son decisiones en Derecho inmediatamente ejecutivas y ejecutables por la Administración a través de un procedimiento específico (artículos 160 a 173 LGT), salvo que la propia Administración suspenda interinamente su efectividad mientras los revisa (artículos 224 y 233 LGT).
Pero además, se reconoce a las administraciones tributarias unas amplísimas facultades de comprobación, investigación e inspección (artículos 115 LGT) a través de variados e intensos procedimientos, para cuya tramitación disponen de generosísimos plazos, ampliables o extensibles (artículos 117 a 157 LGT), en los que puede instrumentalmente adoptar decisiones que incidan sobre garantías constitucionales de los ciudadanos (artículo 113 LGT) y en los que los afectados están positivamente obligados a colaborar (artículo 142.3 LGT) bajo la amenaza de sanción (artículo 203 LGT). Todo ello, dentro de un sistema en el que, en las figuras centrales de la arquitectura fiscal, la carga de fijar los hechos con trascendencia tributaria, calificarlos jurídicamente y, en su atención, cuantificar el importe de la deuda recae sobre las espaldas del contribuyente, a través de autoliquidaciones (artículo 120.1 LGT), quedando la Administración liberada de la tarea, pero, eso sí, sentada en el umbral de su ”jaima” a la espera de “pescar” a algún incauto (o no tan incauto) “nómada” que no haya llevado a cabo con exquisita precisión y acierto su obligación de liquidar el débito que está obligado a ingresar en las arcas públicas.
Este estatus privilegiado de las administraciones públicas, en general, y de las tributarias, en particular, encuentra una evidente justificación constitucional en la posición que la Norma Fundamental les atribuye (artículo 103.1 CE) y, en el caso de las segundas, por la necesidad de hacer efectivo el mandato que incorpora el artículo 31.1 CE en orden a establecer un sistema de contribución al sostenimiento de los gastos públicos que sea justo y esté inspirado en los principios de igualdad y progresividad, sin que, en ningún caso, tenga alcance confiscatorio. Además, es fácilmente conciliable con otros valores y principios constitucionales, como el radical sometimiento de su actividad a la Ley y al Derecho (artículo 103.1 CE), sujeción cuyo control corresponde a los tribunales de justicia (artículo 106.1 CE) como instrumento para hacer efectiva la garantía de tutela judicial (artículo 24.1 CE) de quienes se consideren afectados en sus derechos e intereses legítimos por las decisiones de las administraciones públicas.
El irrenunciable equilibrio entre las prerrogativas administrativas y la garantía del control judicial con efectiva tutela de los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos se alcanza despojando a las administraciones públicas de esas ventajas una vez que franquean las puertas de un órgano jurisdiccional integrado en el Poder Judicial. Cuando un tribunal recibe en su sede a una Administración y al ciudadano que litiga contra ella, debe contemplarlos desde estrados en una radical posición de paridad (recuérdese el principio de igualdad de armas en el proceso como parte del contenido esencial de la garantía que incorpora el artículo 24.1 CE). En la sede judicial ya no hay ninguna ventaja para la primera, que ha de pleitear con el ciudadano de tú a tú, sin prerrogativas ni prebendas que valgan, con la única excepción, como eco de su posición jurídicamente relevante, de la ejecutividad de la actuación recurrida, que, no obstante, puede ser suspendida (artículos 139 y siguientes LJCA).
La igualdad de posición de las partes en el litigio contencioso-administrativo, pese a contender en él una Administración pública, es un principio que, desde antiguo, viene subrayando la jurisprudencia del Tribunal Supremo. No obstante, como me recordaba hace unos días y no sin sorna un antiguo abogado del Estado (hoy compañero de afanes y gran amigo), el proceso contencioso-administrativo es un campo en el que el juego se practica en plano inclinado. En el extremo superior se sitúa el equipo de la Administración, con Newton de entrenador, que se ha de limitar a dejar caer la pelota ayudado por la gravedad. En la otra punta de la cancha, compite el administrado, adiestrado por el sufrido Sísifo, obligado a acarrear el balón con la oposición de las fuerzas de la naturaleza.
Esa modalidad del plano euclidiano, ruptura de un principio cardinal del Derecho procesal, se asentaba sobre pequeñas malas praxis que hacían más incómodo el peregrinaje jurisdiccional del ciudadano que osaba plantar cara a la Administración, pero que no comportaba una quiebra de la igualdad de armas en el proceso en cuanto elemento irrenunciable del contenido esencial del derecho fundamental que proclama el artículo 24.1 CE. Obstáculos menores, fácilmente superables. Desde la cercanía física de los defensores de la Administración al tribunal (era habitual que la Abogacía del Estado contara con dependencias propias en la sede del órgano jurisdiccional), que facilitaba sus comunicaciones procesales, hasta la práctica inveterada, ya felizmente superada, de que el abogado de la Administración eligiera el momento para ser notificado, pudiendo así gestionar de manera más cómoda sus tiempos en el proceso.
Sin embargo, observo con preocupación cómo se va instalando en algunos órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa una sensibilidad diferente, en la que el tribunal llamado a juzgar a la Administración olvida con suma facilidad su condición de garante de los derechos ciudadanos frente al Poder Público y de cauce para la prestación de la tutela judicial constitucionalmente exigida, para situar los intereses públicos en el primer plano de sus preocupaciones, intereses cuya satisfacción corresponde a la Administración a la que debe controlar en Derecho. Se convierte, así, en su último baluarte, en el cancerbero de las causas administrativas.
Y no hablo de memoria. En mayo de 2022 y en este mismo foro, tuve ocasión de reflexionar sobre las Derivas probatorias en el proceso contencioso-administrativo en materia tributaria. Ahora me veo forzado a hacerlo de nuevo.
La prueba en el recurso contencioso-administrativo como ariete contra la igualdad de armas en el proceso
A diferencia del juicio civil, presidido por una visión radical del principio dispositivo, en el proceso contencioso-administrativo se otorgan al órgano jurisdiccional mayores facultades para intervenir de oficio en la decantación de los hechos del litigio. El juez contencioso-administrativo puede acordar el recibimiento del recurso a prueba, aunque no lo hayan solicitado las partes (artículo 61.1 LJCA), e incluso, terminado el periodo de prueba abierto a instancia de aquéllas y antes de que el pleito sea declarado concluso para sentencia, le cabe acordar la práctica de las diligencias probatorias que estime necesarias (artículo 61.2 LJCA). Ahora bien, debe hacerlo con estricta sujeción a las leyes procesales, tanto la que regula su jurisdicción (la Ley 29/1998) como la que disciplina las reglas adjetivas en la jurisdicción civil, autentico Derecho común del ordenamiento procesal español (cfr. el artículo 4 LEC y la disposición final primera de la LJCA).
Como digo, en mayo de 2022 dejé constancia de la práctica preocupante consistente en que algunas secciones de la Sala de lo Contencioso-administrativo de la Audiencia Nacional se están mostrando receptivas a admitir como prueba la aportación por el abogado del Estado de informes elaborados por el órgano autor del acto impugnado con el designio de desautorizar los motivos de impugnación invocados en la demanda, así como los argumentos jurídicos desgranados en ella. En mi opinión, la admisión como prueba (no se sabe si pericial o documental) de tales informes rompe la igualdad de armas en el proceso, dando por buenos y otorgando fuerza probatoria a documentos que, en realidad, reflejan la opinión sobre el debate de uno de los contendientes, quien, por más que represente el interés general, una vez franqueadas las puertas de la sede judicial se debe desenvolver en el mismo plano, sin quiebra de igualdad, que el ciudadano que ejerce el legítimo (y constitucional) derecho a defender sus intereses ante un tribunal de justicia.
Esos informes o dictámenes, en realidad, no constituyen prueba alguna en sentido técnico-jurídico procesal. No son prueba documental, pública ni privada; tampoco, pericial. No voy a insistir en las razones que abonan esta conclusión. Remito al lector a mi entrega en este blog bajo el título Derivas probatorias en el proceso contencioso-administrativo en materia tributaria, ya citada. Me limito aquí y ahora a reiterar mi profunda preocupación, pues tal modo de conducirse es manifestación de una, en mi opinión, rechazable praxis procesal que coloca al administrado que litiga contra la Administración en situación de inferioridad y en franco riesgo de sufrir por ello la indefensión constitucionalmente repudiada.
Esa preocupación se ha intensificado por las decisiones adoptadas en los últimos tiempos por una de las secciones de la Sala de lo Contencioso-administrativo de la Audiencia Nacional. Se trata de debates procesales en los que, correspondiendo con arreglo a la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Supremo a la Administración demandada probar un determinado hecho obstativo del derecho de los demandantes, esta última nada había acreditado, hasta el punto de ni siquiera interesar el recibimiento del recurso a prueba. Sin embargo, los jueces de la instancia desestimaron las demandas de los recurrentes por no haber probado el hecho impeditivo cuya acreditación correspondía a la Administración. El Tribunal Supremo ha corregido el criterio de ese tribunal y, una vez casadas su decisiones, retrotrayendo las actuaciones, le ha ordenado que resuelva los litigios atendiendo al expediente administrativo y a la prueba practicada, tomando en consideración que el administrado había acreditado los hechos que sustentaban su pretensión (artículo 217.2 LEC), sin que la Administración demandada hubiera hecho lo propio con los obstativos de esa pretensión y fundamento de su oposición (artículo 217.3 LEC). Pues bien, el órgano jurisdiccional de la instancia, separándose del mandato expreso del Tribunal de casación y acudiendo en auxilio de la Administración, ha acordado en numerosos procedimientos, muchos de ellos ya señalados para votación y fallo, la práctica, como diligencia final, de prueba con el fin de acreditar los hechos obstativos de la pretensión actora que la Administración demandada ni tan siquiera había intentado justificar.
Tengo serias dudas de que el papel constitucional del juez contencioso-administrativo justifique una pérdida tal de equilibrio, usando el legitimo poder que le otorgan las leyes procesales en orden a decantar el substrato fáctico del litigio que está llamado a resolver para romper la equidistancia que debe mantener respecto de los intereses en conflicto, subviniendo en auxilio de una de las partes a fin de reparar su incuria procesal y colmar sus vacíos probatorios. Las enseñanzas que en su día recibí de mis mayores en la Judicatura iban por otros derroteros.
Joaquín Huelin Martínez de Velasco
Antiguo magistrado del Tribunal Supremo y Socio de Cuatrecasas