
Digamos no al relato económico, y sí al relato jurídico
Parrafeando aquello de “cada loco con su tema”, les voy a volver a hablar de mi particular obsesión con el derecho al ahorro fiscal, el conflicto en la aplicación de la norma, la economía de opción y las decisiones de los empresarios. En concreto, de la Sentencia de la Sección Segunda de la Audiencia Nacional (en adelante, AN) número 6302/2024, de 28 de noviembre, nº de recurso 706/220.
Les advierto de antemano que no voy a comentar los hechos que concurren en el caso de autos, ya que no aportan nada especial a lo que les quiero transmitir. La controversia versa sobre la procedencia, o no, de recalificar como conflicto en la aplicación de la norma una determinada operación, en concreto, una restructuración de deuda por parte de una empresa. Los hechos no se cuestionan. Se cuestiona su calificación como conflicto. En opinión de la Administración, y de forma muy sucinta, se trata de una operación artificiosa o impropia porque se aparta del esquema habitual de financiación del Grupo y provoca la minoración de la deuda tributaria en España, y no en el país de residencia de la sociedad operativa refinanciada (apartado 30, Fundamento de Derecho Sexto).
Como recordaremos, tres son los requisitos que han de concurrir para que el conflicto exista: que se evite total o parcialmente la realización del hecho imponible, o se minore la base o la deuda tributaria; que individualmente considerados, o en su conjunto, los actos o negocios realizados sean notoriamente artificiosos o impropios para la consecución del resultado obtenido; y que no resulten de los mismos efectos jurídicos o económicos relevantes, distintos del ahorro fiscal y de los efectos que se hubieran obtenido con los actos o negocios usuales o propios (art. 15 de la Ley General Tributaria, en adelante, LGT).
La AN analiza de forma pormenorizada todos y cada uno de tales requisitos. En una de sus reflexiones, tal vez la más importante, señala que el hecho de que la operación realizada se aparte del esquema habitual de financiación del Grupo, “no se basa en norma jurídica alguna, sin que sirva como apoyo de esta calificación el artículo 15 LGT que diseña una potestad de calificación que (exige) una valoración de los hechos subyacentes desde una perspectiva normativa, esto es si producen un resultado que no se ajusta con el ordenamiento jurídico” (apartado 31, Fundamento de Derecho Sexto). Afirmación que se recoge en un subapartado de la misma sentencia bajo la significativa rúbrica de “la norma jurídica y su interpretación”.
En definitiva, y como la AN señala, la regularización que la Administración practica “no se corresponde con vulneración alguna del ordenamiento jurídico español” (apartado 35, Fundamento de Derecho Sexto). Dicho de otra forma, el negocio que se ha realizado es lícito y cierto. No se trata, pues, de una operación impropia o artificiosa. No hay, por tanto, abuso de las formas negociales, o, mejor dicho, abuso del derecho.
Como ya he dicho en muchas ocasiones, esto significa que la valoración de las operaciones debe ser estrictamente jurídica, es decir, que el “quid” de la cuestión radica en averiguar si el resultado que finalmente se ha obtenido con los negocios que se han realizado, es o no el típico de tales negocios. Si lo es, el negocio es cierto y, por tanto, tiene plena eficacia fiscal. No es posible, pues, una valoración “subjetiva” de los hechos ni una mera reflexión sobre alternativas negociales fiscalmente más perjudiciales para el contribuyente. Lo importante es la “objetividad” que el derecho nos garantiza.
Precisamente por ello, la AN considera que “no existe norma jurídica alguna que imponga hacer lo que la liquidación dice, o impida hacer lo que hizo la empresa recurrente” (apartado 39, Fundamento de Derecho Sexto). En consecuencia, “el conflicto ha de aplicarse a actos o negocios que (…) resulten contrarios al ordenamiento jurídico, no siendo, necesariamente y en todo caso, impropios los negocios que no sigan los esquemas habituales” (apartado 40, Fundamento de Derecho Sexto).
Sostener lo contrario, prosigue, “es condicionar las decisiones empresariales, sin ninguna justificación, y, probablemente, sin ningún criterio, y petrificar prácticas comerciales o financieras, en definitiva, empresariales, impidiendo avanzar en el camino para alcanzar una mayor eficacia o un mayor rendimiento, en definitiva, una mayor creación de riqueza, -y con ello la creación o el mantenimiento del empleo-, que, junto con la obtención del mayor beneficio, son los ejes centrales de la actividad empresarial, sustentada en el principio constitucional (artículo 38 CE) de la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado” (apartado 40, Fundamento de Derecho Sexto). No han leído mal. Dice lo que dice. El único límite de las decisiones empresariales es el abuso del derecho.
En consecuencia, no es muy comprensible que, “si no existe norma jurídica que lo imponga, sea la forma de hacer la restructuración la que condicione su legalidad; menos aún si la legalidad sólo se acomoda a la forma que a la Administración le parece más adecuada, sin tener en cuenta las consideraciones empresariales que la entidad recurrente ha aducido, que nos resultan plenamente razonables, -en realidad no han sido refutadas por la liquidación-, y sólo por el hecho de que de la forma que estima la Administración como no artificiosa ni impropia se generaría una mayor deuda tributaria en España; planteamiento cercano al concepto de economía de opción inversa a que se refiere la jurisprudencia, y señaladamente la STS 16/11/2022 (ECLI 2022:4154 (rec.89/2018), es decir que sólo es legítima aquella opción, entre las posibles, que se decanta por la mayor carga fiscal” (apartado 46, Fundamento de Derecho Sexto).
Insisto. Clarito, clarito.
Eso no exime al contribuyente de su obligación de aportar la documentación e información necesaria para valorar adecuadamente los hechos que se han realizado con criterios estrictamente jurídicos. El objetivo de la calificación es la valoración jurídica de los hechos, es decir, averiguar cuál es la verdadera voluntad negocial. La Administración no se puede limitar a construir su propio “relato” económico, siempre distinto al del contribuyente, sino que ha de probar que se ha abusado del derecho, es decir, acreditar cuál es el negocio jurídico cuya fiscalidad el contribuyente ha pretendido eludir. Es obvio que, de existir abuso, la finalidad fiscal es la única o principal justificación del negocio realizado. Sin embargo, tal finalidad no es siempre indicativa de la existencia de un abuso. Dependerá de esa valoración objetiva de naturaleza jurídica.
En definitiva, y en palabras del Tribunal Supremo (en adelante, TS), “excede de la potestad del art. 13 de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria, que la Inspección de los tributos proceda a recalificar tres negocios jurídicos, con causa lícita y real (suscripción de un préstamo; ampliación de capital; y ulterior venta de participaciones), reconduciéndolos a la cobertura de un único negocio jurídico (un contrato civil de mandato), negando al contribuyente la posibilidad de deducir en su Impuesto sobre Sociedades las pérdidas generadas en la transmisión de esas participaciones, como consecuencia de imputarlas exclusivamente a otra entidad (la pretendida mandante) cuando, previamente, se rechazó el conflicto de aplicación de la norma tributaria (art. 15 LGT) en el informe preceptivo emitido por la comisión consultiva prevista en el artículo 159 LGT, por no considerar tales operaciones notoriamente artificiosas o impropias para la consecución del resultado obtenido” (Sentencia del TS 4461/2024, de 19 de septiembre, número de resolución 1466/2024).
Desgraciadamente, la realidad nos demuestra todo lo contrario. Los contribuyentes somos víctimas de los “relatos” económicos que la Administración construye con los propios datos de la empresa y de los que extrae sus propias conclusiones, diciéndonos qué deberíamos haber hecho. Con un hábil “cortar” y “pegar” descontextualizado del caso en concreto (como el que se me acusará a mí de haberlo hecho en este artículo), la única certeza negocial es la que corresponde a ese relato de la propia Administración. Así se firman las actas y se redactan los informes de disconformidad, vaciándolos de elementos probatorios favorables al contribuyente, que quedan incluidos en el “expediente administrativo” sobre el que tengo mis dudas de que los órganos revisores lo revisen con detenimiento. La verdad es que dada la presunta imparcialidad de la Administración, los órganos revisores acaban dando la razón a la Administración. Esta es la triste realidad de muchos expedientes.
En este sentido, resoluciones judiciales como las de la AN y el TS son aire fresco que de poco sirven si los aplicadores del derecho no confiamos de verdad en el derecho, e insistimos en la necesidad de valorar los negocios con una perspectiva estrictamente jurídica. Lo contrario solo hace que perjudicarnos. Y así, poco a poco, va calando en toda la sociedad lo malévolo de la finalidad de ahorro fiscal. La Administración ha hecho una excelente campaña en su contra que, apoyada en la presunción de legalidad de los actos administrativos, se ha ido abriendo camino. Con excepciones, los órganos revisores confirman las liquidaciones y van estrechando el margen de maniobra. Los asesores y los contribuyentes se convierten en resignados cumplidores ante interlocutores que desconocen el mundo “empresarial” y que solo ven presuntas infracciones. Yo, al menos, me resisto a aceptar esa realidad.
Al redactar estas reflexiones, me ha venido a la cabeza Raimon, un cantautor valenciano muy conocido y escuchado en los primeros años de la democracia, una de cuyas míticas y populares canciones llamada “Diguem no” (Digamos no) es una de aquellas canciones protesta de mis años de juventud, que pretendía reflejar el espíritu de “lucha” (pacífica) y de rebeldía frente a las injusticias.
Pues esa es hoy la percepción que yo tengo frente a lo que considero una injusticia, cuya única forma de combatir es a través de la vía judicial. La lucha contra el fraude, es la lucha contra el abuso y la ilegalidad. La herramienta para combatirlo es el derecho. Sin embargo, cada vez pesan más los argumentos económicos, cuyo inconveniente es ser un terreno desconocido para los órganos revisores que, por tal motivo, dan cada vez más la razón al “relato” de la Administración. La única herramienta para combatirlo, insisto, es el “relato jurídico”. Sin embargo, la inercia nos lleva a combatir el “relato económico” con más y mayores argumentos económicos, cayendo en la trampa de olvidar lo esencial: la certeza o no del negocio desde una perspectiva estrictamente jurídica. Las decisiones del empresario son incuestionables. Lo cuestionable son las consecuencias jurídicas de los negocios que este realiza. La única forma de combatir o contraargumentar los relatos de naturaleza subjetiva es la valoración jurídica de los hechos, actos y negocios que se han realizado. Es la lucha por la primacía del derecho. No podemos, pues, resignarnos ante la negación del derecho y la exaltación de lo económico. Muchos magistrados han caído también en la misma trampa. Por eso, como Raimon, yo también digo “diguem no”. Digamos no al relato económico, y sí al relato jurídico.
Antonio Durán-Sindreu Buxadé
Doctor en Derecho, Profesor de la UPF y Socio Director DS
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