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Historietas para nuestros nietos

 Son ya varias las sentencias del Tribunal Supremo (en adelante, TS) en las que se reitera su doctrina con relación a la retribución de los administradores como gasto deducible. Lo lamentable es que hayan tenido que transcurrir casi 20 años para que el TS se aclare a sí mismo. Me explico.

Corría el año 2008. El viacrucis judicial se había iniciado hacía algo más de 10 años, en concreto, el 19 de diciembre de 1997. La inspección hacía referencia al año 1994. Este último era, todavía, un tiempo de diálogo y debate con la inspección. En aquel entonces, nadie dudaba de que la retribución de los administradores fuera gasto deducible en el Impuesto sobre Sociedades (en adelante, IS), con independencia de que dicha retribución fuera o no obligatoria según los estatutos de la sociedad. Por aquella época, lo que importaba no eran los formalismos, sino la realidad. Y si la realidad era que el administrador había cobrado por ejercer su cargo, su deducibilidad como gasto en el IS era incuestionable. A lo sumo, se planteaba algún problemilla en relación con el tipo de retención a aplicar. Pero, aunque parezca mentira, el tema era pacífico.

Ajeno a lo tributario, en aquel entonces también se debatía sobre la doble condición del administrador. Me refiero a si su relación con la sociedad era laboral, mercantil, o ambas; embrollo este que se bautizó con el nombre de la teoría del vínculo. Para los más jóvenes, quiero aclarar que esta era una discusión estrictamente laboral y casi académica, sin incidencia alguna en la fiscalidad. Ambos mundos vivían, en aquel entonces, un aislamiento total. Vaya, un paraíso.

La mala fortuna hizo que ambas cuestiones llegaran juntas al TS y que el magistrado ponente fuera el hoy fallecido Miguel Ángel Aguado, brillante jurista y excelente persona, y un ejemplo a seguir. Su tesis, que fue la que finalmente el TS consideró como correcta, era que desde el momento en el que el directivo asumía el cargo de administrador, su relación con la empresa pasaba a ser exclusivamente de naturaleza mercantil. El problema es que el tema no acabó ahí. En efecto. Dado que la relación entre el administrador y la empresa era exclusivamente mercantil, su derecho a percibir una retribución por ejercer el cargo de administrador dependía de los estatutos de la sociedad, en concreto, si preveían o no la obligatoriedad de la retribución. Si los estatutos no la preveían, el importe que el administrador había cobrado era fruto de la libre voluntad de la empresa, y no de una obligación que esta tuviera que cumplir.

Pero el tema tampoco acabo ahí. La Sentencia decía más cosas. ¿Se las imaginan? También decía que, si la retribución que el administrador había percibido por trabajar en la sociedad no era obligatoria, era una liberalidad, y, por tanto, no era fiscalmente deducible en el IS. Pero hay más. A pesar de que la retribución no era deducible en el IS, sí que había de tributar como ingreso en el IRPF del administrador en concepto de rendimientos del trabajo. Total, que el tema terminó convirtiéndose en una verdadera historia para no dormir, de aquellas del malogrado Chicho Ibáñez Serrador. Vaya, el guion perfecto para cualquiera de las películas que hace ya muchísimos años podíamos ver los viernes por la noche en el programa televisivo La Clave, del también malogrado José Luis Balbín. He de confesar que, en mi opinión, la Sentencia era académicamente correcta. Sus efectos, eso sí, eran demoledores y exigían ponerse las pilas para no dejar al ciudadano solo ante el peligro.

Pero lo único que desde entonces no ha cambiado, es el ADN de la Administración. Para esta, la sentencia fue como aquella canción de Julio Iglesias titulada la vida sigue igual. Nadie movió ficha alguna. La excusa para no hacerlo fue que la Sentencia hacía referencia a una norma que ya se había derogado. Hay que reconocer, eso sí, que la Dirección General de Tributos procuró esforzarse para evitar malos mayores. Pero la verdad es que nada cambió y que la vida siguió igual. La sentencia sirvió, eso sí, para que muchas empresas revisaran sus estatutos. Pero por más revisión que se hiciera de los mismos, los años anteriores a la sentencia quedaban en el aire. Como es obvio, la sentencia fue agua de mayo para la inspección quien en sus actuaciones continuó considerando que la retribución que el administrador había cobrado por ejercer su cargo de administrador sin que los estatutos de la sociedad lo previeran, no era gasto fiscalmente deducible en el IS, y sí era ingreso en su IRPF. Y sanción, claro. En eso, nada ha cambiado.  Y de ahí, surgió una conflictividad que ha ido menguando hasta hoy.

Fruto de no pocas presiones, en el año 2014, y aprovechando la modificación de la ley del IS, se pretendió aclarar la controversia, y se introdujo, también, una novedad que nada tenía que ver al respecto y que consideraba como gasto fiscalmente no deducible los gastos de actuaciones contrarias al ordenamiento jurídico. Pues esa pequeña modificación dio lugar a otra nueva controversia, en concreto, a considerar que la retribución de los administradores que no estaba prevista en los estatutos no era ahora tampoco gasto fiscalmente deducible por ser ilegal. Pero entiéndase bien, no porque fuera una liberalidad, que ya no lo era, sino porque se trataba ahora de una retribución “ilegal” o, mejor, de un gasto contrario al ordenamiento jurídico. Y así hemos seguido hasta hoy. Como no tenemos la más mínima memoria fiscal, celebramos ahora que el TS haya dado por finalizado este culebrón. Sin embargo, olvidamos que ese culebrón lo inició el propio TS en 2008 diciendo absolutamente lo contrario de lo que ahora dice. De ahí que, en mi opinión, el TS, más que resolver el problema, se ha autorectificado a sí mismo. Eso sí. Después de casi 20 años de conflicto.

Las razones que ahora se esgrimen son las mismas que las que en 2008 se podían haber utilizado. Y lo son, porque el llamado principio de calificación tributaria lleva muchos años vigente; principio que exige que las obligaciones tributarias se califiquen de acuerdo con la verdadera naturaleza jurídica de los hechos, actos, y/o negocios realizados, cualquiera que sea la forma o denominación que los interesados le hubieran dado, y prescindiendo de los defectos que pudieran afectar a su validez. Y la realidad de los hechos era muy clara: se trataba de retribuciones reales por un servicio realmente prestado y que la contabilidad de la empresa recogía como gasto.

Lo peor de esta triste historia fiscal para nuestros nietos, es que no es una ficción ni una mera anécdota. Es una historia real que, con distintos actores, continúa sucediendo hoy, en un mundo algorítmico en el que hay personas que contraen matrimonio con hologramas creados por ellos mismos, y donde hay que prohibir por ley miccionar en la vía pública. La educación y los valores ya no rigen nuestras vidas. En eso, sí que hemos evolucionado mucho.

Esta historia refleja, pues, una realidad que no ha cambiado: la de una Administración tributaria que no puede alardear de velar por los ciudadanos, sino todo lo contrario. Una Administración diligente habría actuado desde el inicio y evitado toda conflictividad posterior. Sin embargo, pasó lo peor de lo peor. La Administración optó por mantener el pulso judicial hasta el final, y en el ínterin no ha hecho nada de nada. No se ha priorizado pues, ni garantizado, la seguridad jurídica de los contribuyentes.

Pero si algo duele, son las respuestas que yo mismo me doy a mis preguntas ¿Quién va a resarcir a las empresas involucradas en esta cuestión por los daños materiales y no materiales que han tenido que sufrir durante tantos años de esta absurda conflictividad? Nadie. ¿Qué se puede esperar de unos Tribunales, incluido el Tribunal Supremo, que hoy dicen blanco, y mañana negro? Nada. ¿Y de su lentitud? Nada ¿Es esta la justicia y Administración que queremos? No. ¿Qué mínimo de seguridad jurídica se puede hoy garantizar al ciudadano? Ninguna.

Si alguien quiere llamarme mentiroso, exagerado u oportunista, allá él. Pero casos como el que les he descrito hay, hay muchos. Muchísimos. Desde el conocido caso de la llamada plusvalía municipal, hasta otros muchos que no trascienden a la opinión pública por su poco carácter mediático. No hay que olvidar que el cumplimiento voluntario de las obligaciones tributarias se sustenta hoy en la llamada autoliquidación. Pero autoliquidar no es solo declarar; es también liquidar, esto es, calificar los hechos y aplicar e interpretar la norma sin necesidad de tener que tener asesor alguno. Se olvida que, para ello, es imprescindible que la seguridad jurídica esté garantizada al máximo. Que antes de empezar cada partido, las reglas del juego estén muy claras. Requiere un necesario equilibrio en la relación entre el ciudadano y la Administración. Nos guste o no, el actual sistema es de una absoluta presunción de culpabilidad del contribuyente. Pero, además, la autoliquidación requiere regular muy bien los efectos temporales de los criterios administrativos y judiciales. Requiere, también, regular y limitar el concepto de interpretación razonable de la norma, y promover acuerdos previos con los contribuyentes. Pero hay más. Un sistema de control tributario basado en el tratamiento automatizado de los datos, en su control cruzado, y en el intercambio de información, requiere que se informe al contribuyente de toda aquella información con trascendencia tributaria que está en poder de la Administración y que es necesaria para el cumplimiento de sus obligaciones tributarias. Exige que la Administración interactúe con el contribuyente y que le informe de cuál es su nivel de riesgo. Un sistema tributario basado en la cooperación mutua exige también menos algoritmos y más presencialidad; menos teletrabajo y más cercanía; menos sanciones, y más empatía. Pero no nos engañemos. Se necesita también calidad y estabilidad legislativa; calidad y celeridad en la resolución de los conflictos. El contribuyente no es un NIF. Es un ser humano que, como tal, requiere un trato acorde con lo que es. Es un ser vivo que paga toda la fiesta. Sin él, no hay fiesta alguna que sea posible.  Y los problemas, no lo olvidemos, se resuelven a través del diálogo y del respeto, y no con teletrabajo, algoritmos, e inteligencia artificial.

Antonio Durán-Sindreu Buxadé

Doctor en Derecho, Profesor de la UPF  y Socio Director DS

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