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El ahorro fiscal como motivo en la elección del negocio

El ahorro fiscal como motivo en la elección del negocio

 No pretendo hacer un artículo doctrinal sino reflexionar sobre una cuestión que cada día me preocupa más: la calificación jurídico-tributaria de los negocios desde la perspectiva de su presunta ventaja fiscal.

En definitiva, me estoy refiriendo a la relevancia jurídica que el ahorro fiscal tiene en la calificación jurídico-tributaria de los negocios.

El tema trae colación con la presentación de los trabajos finales del Máster de fiscalidad que yo dirijo en la Universidad a la que pertenezco. La mayoría de los aspirantes al título enfatizaban en sus presentaciones la necesidad de la motivación económica de los distintos negocios que en sus trabajos planteaban. Y el tema, la verdad, me preocupó, porque tuve la sensación de que en todo un curso académico no había sido capaz de explicar algo que para mí es obvio y a lo que dedicamos mucho tiempo.

Pero el “miedo”, está ahí. Y esto me preocupa. Y me preocupa porque el miedo atenaza y paraliza. Empresarialmente, es la ruina.

Pero volvamos a nuestro tema.

¿Es el ahorro fiscal jurídicamente relevante en la calificación tributaria de los negocios?

Aunque complejo, el tema es para mí sencillo. Al menos, conceptualmente. Pero es obvio que debo estar equivocado porque no solo la conflictividad es evidente, sino que la confusa doctrina de los tribunales contencioso-administrativo no ayuda en nada a disipar las dudas.

Pero profundicemos un poco.

El art. 13 de la LGT establece que “las obligaciones tributarias se exigirán con arreglo a la naturaleza jurídica del hecho, acto o negocio realizado, cualquiera que sea la forma o denominación que los interesados le hubieran dado, y prescindiendo de los defectos que pudieran afectar a su validez”.

No hace falta insistir pues que la interpretación económica es hoy ya historia del pasado.

Sin embargo, tengo la impresión de que esta se mantiene “viva” a través de una incorrecta interpretación del concepto de “ventaja fiscal” o, si se prefiere, del más genérico de “motivos económicos válidos”.

Y se mantiene viva, porque en lugar de analizar “objetivamente” los hechos coetáneos anteriores y posteriores al negocio, se hace una valoración “subjetiva” de los motivos que las partes persiguen.

Y ahí, creo, es donde tenemos el problema.

El análisis “objetivo” de los hechos es el que nos permite concluir sobre la calificación jurídica del negocio que realmente se ha realizado. Hechos, eso sí, que son el sustrato económico que subyace a la causa propia del negocio. Causa, por cierto, que no hay que confundir con sus “motivos”.

La causa, por tanto, es la esencia en la validez de los contratos. Los motivos del porqué se elige un determinado negocio son irrelevantes.

En este contexto, no hay que olvidar la relevancia que al respecto tiene el art. 1.282 del Código Civil al indicar que “para juzgar de la intención de los contratantes, deberá atenderse principalmente a los actos de estos, coetáneos y posteriores al contrato”.

Por “intención” de los contratantes, hay que entender el averiguar el negocio que las partes han querido verdaderamente realizar.

Intención que no es averiguar el “por qué” se ha elegido ese negocio en concreto, sino si el negocio verdaderamente realizado se corresponde o no con el que las partes han elegido.

Así, por ejemplo, una compraventa requiere la transmisión de la titularidad de un bien o derecho a cambio de un precio equivalente a su valor.

Para valorar si el negocio realizado es realmente una compraventa, hay que valorar exclusivamente los hechos “objetivos”.

Por ejemplo, el precio fijado, la incorporación en el patrimonio del vendedor del precio pactado y en el del comprador del bien adquirido, etc.

De la valoración conjunta de tales hechos “objetivos” concluiremos si estamos o no ante una compraventa.

La vinculación, por ejemplo, es un hecho “objetivo” que, por sí solo, no permite concluir nada.

Pero si junto a ese hecho objetivo se une otro, por ejemplo, que el precio pactado es absolutamente irrisorio y simbólico, se puede concluir que jurídicamente estamos en presencia de una donación onerosa o, sin más, de una simple y pura donación.

En este análisis “jurídico” en nada intervienen los motivos que las partes persiguen. Lo único relevante es su “intención” de celebrar ese contrato y no otro.

Ya sé que la realidad es mucho más compleja y confusa, pero los principios jurídicos que rigen para su calificación son siempre los mismos.

Sigamos.

En este análisis “objetivo” de los hechos no cabe pues ninguna valoración “subjetiva” de los motivos, por ejemplo, del porqué de la elección de ese negocio y no de otro, en concreto, si aquellos obedecen o no a motivos fiscales.  No cabe, preciso, siempre que la causa del negocio sea cierta.

Desde esta perspectiva, el ahorro fiscal o, mejor, la finalidad de ahorro fiscal, es siempre inocua e irrelevante.

Imagínense que un médico, con un alto nivel de renta, decide constituir una sociedad con la única y exclusiva finalidad de pagar menos impuestos.

El medico no tiene patrimonio. Se gasta todo lo que gana en su actividad. La finalidad de constituir la sociedad no es pues salvaguardar su patrimonio.

Su única y exclusiva finalidad es pagar menos IRPF cumpliendo, claro está, con toda la normativa aplicable, incluida la relativa a operaciones vinculadas.

¿Qué hay de malo en ello?

Lo relevante, sin duda, es única y exclusivamente si esa sociedad tiene una actividad económica real; si es esta la que interviene en el mercado como sujeto de derechos y obligaciones. Si es la sociedad la que contrata y paga los servicios que necesita. Si es la sociedad quien factura y cobra los servicios médicos que presta.    

Lo relevante, pues, es si el negocio es causalmente cierto. Si la sociedad “existe” de verdad.

Y para saberlo, hay que analizar tan solo los hechos “objetivos” y no la finalidad que el médico persigue al hacer una sociedad y que, insistimos, es única y exclusivamente el ahorro fiscal.

Y es obvio que constituir una sociedad puede tener un impacto fiscal favorable para el médico.

Pero a pesar de ello, el único análisis jurídico que hay que hacer es si el negocio es “objetivamente” cierto. No si es “formalmente” cierto.

En definitiva, pura aplicación del conocido principio de prevalencia del fondo sobre la forma.

Si el negocio es cierto, esto es, si este produce los efectos jurídicos y económicos propios de ese negocio, no hay nada más que analizar ni que decir.

Y de ahí, precisamente, que el art. 15 de la LGT, al regular el conflicto de aplicación de la norma, hable de actos o negocios que, individualmente considerados o en su conjunto, sean notoriamente artificiosos o impropios para la consecución del resultado obtenido, y que de su utilización no resulten efectos jurídicos o económicos relevantes, distintos del ahorro fiscal y de los efectos que se hubieran obtenido con los actos o negocios usuales o propios.

Es obvio, claro está, que si se trata de una simulación poco más hay que decir.

Pero tanto en uno como en otro caso, hay que gravar el negocio realmente realizado.

Y para ello, tanto en uno como en otro caso, hay que averiguar cuál es el negocio verdaderamente realizado.

El ahorro fiscal tiene por tanto relevancia cuando el negocio es notoriamente artificioso o impropio, o simulado, de tal suerte que este ha quedado huérfano de sus efectos jurídicos y económicos propios.

Y al estar huérfano de sus efectos propios, se puede concluir que su único motivo es el ahorro fiscal.

Pero, aun así, el ahorro fiscal es irrelevante. Lo relevante es que el negocio que se ha realizado no ha producido los efectos jurídicos y económicos propios del negocio, o, si se prefiere, que aquel es notoriamente artificioso e impropio para la consecución del resultado obtenido.

El ahorro fiscal es pues la consecuencia de estar en presencia de un negocio artificioso o simulado, pero nunca el criterio para calificarlo jurídicamente.

Dejo para otra colaboración, la diferencia entre conflicto de aplicación de la norma y simulación.  

Y acabemos.

Son varias las sentencias que podría citar en mi favor.

Pero voy tan solo a citar dos que casualmente tengo “a mano” por motivos profesionales.

La primera, la Sentencia del TJUE de 21 de febrero de 2006, Asunto C-255/02 (conocida como Sentencia Halifax), que, con relación al IVA, ha declarado que “cuando un sujeto pasivo puede elegir entre dos operaciones, la Sexta Directiva no le obliga a optar por la que maximice el pago del IVA. Al contrario, (…) el sujeto pasivo tiene derecho a elegir la estructura de su actividad de modo que límite su deuda fiscal”.

Y la segunda, la Sentencia de la Audiencia Nacional de 31 de octubre de 2019 que, con relación al tema que nos ocupa, ha señalado que “no podemos confundir la finalidad económica perseguida por las partes (…) con la causa del negocio jurídico cuando está fuera de toda duda la realidad de la sucesión negocial de los contratos celebrados”.

Les prometo que en mis clases del próximo curso académico pondré más empeño y procuraré explicar mejor a mis alumnos que, aunque no se lo crean, el derecho existe.

Antonio Durán-Sindreu Buxadé

Profesor de la UPF, Doctor en Derecho y Socio Director DS