
Historia de un requerimiento: desespero y burocracia
Eran las 21 h 17 m de una fría noche de invierno.
Abrí la puerta de mi casa y nadie acudió a recibirme.
Entré, y caminé hasta llegar a la mesa, junto al sofá.
Noté que algo pasaba.
En efecto.
¡¡¡¡Allí estaba!!!!
Un sobre blanco y negro de 23 x 16 cm.
¡No puede ser!, me dije.
Pero sí. Era un sobre certificado de la AEAT del que, claro está, la portera y los vecinos ya tenían conocimiento.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
Mi sentimiento era de desespero.
Aquel sobre en blanco y negro me trastornó.
Me senté frente a él y lo observé fijamente.
Tras unos segundos, lo cogí entre mis manos y lo abrí.
En su interior había cuatro hojas monocolores.
Las leí, y no las entendí.
Tranquilízate, me dije. Eres asesor fiscal y profesor de Universidad, me repetía.
Y volví a leerlas sin alcanzar a averiguar si se trataba de un requerimiento de información, de la notificación del inicio de un procedimiento de comprobación abreviada, o de la notificación de una actuación de comprobación.
Al rato, entendí que se trataba de una comprobación abreviada.
Busqué con ansia cuál era el motivo; el porqué.
Mientras que en la primera hoja se hablaba de “ciertas incidencias” (no presentación de determinadas declaraciones), en otra se hablaba, de “incidencias que no han sido objeto de correcta declaración”.
Me percaté que casi todo parecía estándar.
Su redacción era algo ininteligible, que más de la mitad de los contribuyentes es imposible que lo entiendan: 1T, 2T, artículo 14.2 de la Ley 39/2015, del Procedimiento Administrativo Común de las AAPP, etc.
Todo lo que me pedían, se había de presentar, claro está, por medios electrónicos. Da igual la brecha digital. Registro electrónico, archivo en CD, DVD, o USB y, como máximo, 98 archivos que cada uno no puede superar 64 megas.
Me comunicaban, además, que el alcance del procedimiento “se circunscribe a la regularización de su situación tributaria”, dando pues, por hecho, que he incumplido.
“Se han observado incidencias que no han sido objeto de correcta declaración”, me decían.
Me extrañó que la notificación procedía de una Administración que no es la que corresponde a mi domicilio fiscal.
Una vez tranquilo, constaté que el requerimiento era un error.
Todo se había declarado correctamente.
Doblé de nuevo las hojas, las introduje en el sobre, y lo dejé de forma cuidadosa sobre la mesita.
Mi familia, sentada junto a mí, permanencia en silencio.
El momento era solemne.
Noté que todas las miradas se dirigían hacia mí.
Eran miradas de “culpabilidad”.
¿Qué has hecho mal?, me preguntaron.
Con voz profunda y arrugada, les dije: “es un requerimiento erróneo de la AEAT”
¡Vaya burocracia me espera!, exclame.
Repentinamente, me vino a la cabeza lo difícil que para todos mis vecinos sería recibir un requerimiento como aquel.
Pensé en el pequeño autónomo, peluquera, empresario, trabajador, taxista, o jubilado.
Estaba convencido de que no entenderían nada. Vaya, que les amargaría la noche.
Me convencí de que, desgraciadamente, un requerimiento no se puede atender sin acudir a un profesional que te lo traduzca.
A la mañana siguiente busqué los documentos, revisé su contenido, y solicité cita previa.
Y llegó el gran día.
Entré en la Administración con el propósito de ser empático y comprensivo.
Le exhibí a la funcionaria que me atendió toda la documentación y casi de forma automática me dijo que el requerimiento no era correcto.
“Hay un error de grabación”, me dijo.
Le solicité, no obstante, que me indicara qué otras “incidencias se han observado” en mis declaraciones.
Me contestó que no lo sabía, porque el expediente procedía de la Unidad Regional.
Comprendí que poco más podía hacer y decidí dar por finalizada la visita.
Me confirmó, eso sí, que el texto del requerimiento era estándar y que, por carga de trabajo, el expediente se había asignado por la Unidad Regional a una Administración concreta.
Total, que me fui igual como había llegado.
Bueno, peor, porque el problema seguía igual: continuaba sin saber qué “incidencias se han observado” en mis declaraciones.
Al día siguiente, me puse en contacto telefónico con la Unidad Regional.
Después de intentarlo varias veces, una funcionaria me atendió muy correctamente y me indicó que la información que yo quería la tenía la Administración a la que el día anterior había acudido.
Pensé que yo no lo había entendido y volví a solicitar cita previa con la misma Administración.
Me volvió a atender la misma funcionaria que el primer día y tras buscar, hoy si, en el ordenador, me informó de que las “incidencias” debían ser un descuadre entre los importes consignados en diferentes declaraciones, pero que no me lo podía asegurar.
¿Qué descuadres?, le dije.
No lo sé exactamente, me contesto.
Acto seguido me informó de que, normalmente, los requerimientos son consecuencia del cruce automático de datos.
Le intenté explicar por qué no había ningún “descuadre” ni “incidencia” y me invitó a presentar la documentación que se me requería informándome de que después ya recibiría, en su caso, un nuevo requerimiento o una propuesta de liquidación.
Intenté razonarle que lo que yo pretendía era evitar ese nuevo requerimiento y poder explicar a quién me dijera, por qué no existen incidencias.
El intento fue inútil.
Intenté también informarme a qué persona en concreto me podía dirigir para explicar la inexistencia de “incidencias”, pero volvimos de nuevo a lo mismo: el ordenador ha detectado de forma automática incidencias y para subsanarlas hay que proporcionar la documentación que se me requiere.
Y opté por presentar la documentación junto a un escrito explicativo.
No les puedo explicar el final de la historia porque mi expediente está ahora en “trámite”.
Hasta aquí, creo que fueron unas 20/25 horas de tiempo dedicado, desplazamientos y llamadas incluidas.
Esta es la historia real de un requerimiento cuyo final todavía se desconoce.
Antes de continuar, quiero aclarar que las palabras que siguen son una crítica al “sistema” pero no a las personas que lo integran. A ellos, todo mi respeto. Se trata, pues, de una crítica al “sistema”, y no las personas.
La primera cuestión que quiero destacar es la sensación de “impotencia” y “desespero” que el contribuyente siente al recibir una notificación de la AEAT.
Sabes que tienes razón, que es un error, pero nos desespera la burocracia que nos espera. La burocracia de una Administración que no es ágil, empática, ni eficiente.
Y sí. Es cierto. En la Administración hay grandes profesionales y muy buenas personas. Muchas. Muchísimas. Pero la Administración, como tal, no es ágil, empática, ni eficiente.
El propio requerimiento genera rechazo.
No se utiliza un léxico entendible, empático y cercano, ni se explican las cosas de la manera que las entienda cualquier mortal. No el asesor. El ciudadano. A él se dirige el requerimiento, y él solo debiera poderlo resolver. Ese creo es el objetivo.
Por su parte, el sobre y el papel recuerdan a la España en blanco y negro y contribuye a que el ciudadano perciba a “su” Administración como un obstáculo a superar.
El requerimiento, además, estigmatiza. Quien se entera del mismo, excepción hecha del asesor, lo vincula a un seguro incumplimiento de su receptor.
El requerimiento dicta sentencia: has incumplido y has de regularizar
De su lectura no se entrevé ni el beneficio de la duda. No se advierte un respeto a la presunción de inocencia.
Pero lo más tedioso es la burocracia.
Es tener que probar que no te has equivocado. Que quien se ha equivocado es la Administración.
Y lo es, porque no hay vocación de servir al ciudadano, de atenderle de forma rápida y al menor coste. De fidelizarlo. De transmitirle la bondad y el buen hacer de la Administración. De trasmitirle cercanía y empatía.
Hemos mejorado muy mucho en tecnología. Muchísimo.
Pero no atisbo a ver dónde están sus beneficios en términos de atención al ciudadano.
Al contrario. La tecnología nos ha alejado todavía más.
Y es cierto, ha habido un avance espectacular en el “control y cruce” de la información, y, por tanto, en la lucha contra el fraude. Un 10. Sin duda.
Pero poco se ha avanzado en la solución de los problemas que el ciudadano tiene en el día a día, y en la “comunicación” y “forma de relacionarse” con el ciudadano.
En los muchos años que llevo de profesión, puedo decir con enorme tristeza que la percepción que el ciudadano tiene de su Administración ha empeorado notablemente respecto a aquella Administración de los 80 que, sin tecnología ni redes sociales, era mucho más sensible para con el ciudadano. Gracias a ello, fue posible alcanzar grandes hitos como la implantación de las “etiquetas”. ¿Se acuerdan? Aquel papel adhesivo que se pegaba a un gran número de declaraciones. Eso y el NIF, fue el inicio de todo. Todos estábamos juntos en ese barco. Remábamos en la misma dirección.
Pero no. Hoy estamos peor. La Administración asusta y desespera. No se cultiva la cultura de la bondad, diálogo, comprensión, empatía, cercanía, simpatía, celeridad, eficiencia, actitud de servicio, y muchos calificativos más.
El problema, además, es hoy el dichoso ordenador.
Problema, al que hay que añadir la creciente despersonalización de la Administración en su relación con el ciudadano.
En fin. Creo sinceramente que es urgente una reflexión sobre la política de comunicación, atención, y relación con el ciudadano. Una autocrítica al por qué de ese rechazo que al ciudadano le produce acudir a la Administración.
No puede ser que un requerimiento de la AEAT nos aterre por el calvario que representa.
No puede ser que entrar en la AEAT sea como entrar en el “infierno”.
Al contrario. Debería ser algo normal. Debería ser solucionar los problemas en un “plis, plas”.
La Administración solo ha de ser un infierno para quienes no han cumplido. Pero no para los demás. No nos pueden tratar a todos por igual.
En ocasiones, tengo la impresión de que el contribuyente es un cliente “cautivo” de la Administración al que no es necesario “cuidar”, “fidelizar”, o “mimar”. Quiera o no, ha de pagar. Este, parece, es el “único” objetivo.
No se le trata como a un cliente y consumidor de servicios públicos al que hay convencer de que consuma cada vez más servicios; de la calidad de los que “compra”. No. Es, sin más, un obligado tributario cautivo. Un sujeto pasivo que solo tiene la obligación de pagar.
Se olvida, creo, que una adecuada política de comunicación es una potente herramienta de lucha contra el fraude.
Esa es la cultura a implantar.
La cultura, con perdón, del “terror”, del “presunto culpable”, no suma. Resta.
Es ya el momento de reflexionar.
Imagínense que, en los casos de un requerimiento erróneo, el ciudadano recibiera una carta de disculpa. O que se le compensara el tiempo dedicado. O que se le agradeciera el tiempo dedicado a confeccionar sus declaraciones; su colaboración; su contribución. El destino concreto del dinero público. Cada día. No cada cuatro años.
El efecto, estoy seguro, sería muy positivo y con retorno seguro.
Este es el camino. El de la verdadera colaboración mutua. El de la sincera y transparente colaboración. El del diálogo. El de la empatía, eficacia y eficiencia.
Y no nos desanimemos. Creo sinceramente que lo conseguiremos. Sigamos en el empeño.
¡Ah! ¡Se me olvidaba! Lo dicho es aplicable a cualquier Administración.
Antonio Durán-Sindreu Buxadé
Doctor en Derecho, Profesor de la UPF y Socio Director DS
#𝔗𝔞𝔵𝔩𝔞𝔫𝔡𝔦𝔞