
La liquidez de lo tributario: mejora en la técnica legislativa y en el lenguaje de los impuestos
Decir hoy día, parafraseando a Zygmunt Bauman, que la sociedad es “líquida”, es quedarnos cortos, sobre todo si nos movemos en ciertos ámbitos de la vida, como es el caso del mundo del Derecho y, en particular, el de los impuestos.
En la realidad tributaria la “liquidez” puede predicarse no sólo de la propia norma, que busca adaptarse a la complejidad y vertiginosidad de los cambios que en nuestra sociedad se producen a diario, a veces no con el éxito deseado. También esa liquidez podemos encontrarla en la propia actuación de la Administración y, por qué no, de los administrados. El equilibrio que debiera producirse entre ambas partes de una relación abocada necesariamente a entenderse, por las buenas o por las malas, quiebra cuando nos encontramos ante situaciones en las que se llega a una falta de entendimiento e incomprensión que pueden derivar, si seguimos utilizando el símil de la pareja, en una separación o divorcio, con mal fin, en este caso.
Si la pareja se rompe, no podemos dejar de afirmar que las consecuencias de su ruptura las sufrirán, sin duda, sus allegados que, en este símil seríamos todos, el conjunto de la sociedad.
Pensar en esta realidad me trae a la memoria una situación particular vivida hace años que me provocó cierta sorpresa al observar la incapacidad de comprensión entre dos personas que, en teoría, hablaban el mismo idioma. En unos grandes almacenes una señora muy elegante trataba de explicar al vendedor qué es lo que estaba buscando allí. Después de una larga explicación, el dependiente terminó por rendirse y le profirió el siguiente “piropo”: “Que me maten si la entiendo, mi querida señora, yo así no puedo atenderla”.
No es la primera vez que nos encontramos ante situaciones similares que, trasladadas al mundo jurídico, producen una enorme inquietud, amén de una cantidad ingente de litigios pendientes de resolución ante los tribunales durante años. Y es que la claridad, la inteligibilidad y la precisión en el lenguaje son atributos que debieran predicarse del mundo de lo jurídico y, con mayor razón, del ámbito de lo tributario. Antes de buscar cualquier solución compleja, ¿por qué no empezar por ahí, por lo más básico que es el leguaje mismo?
Entiendo que esta sociedad es (muy) cambiante y que el Derecho tiene que ir adaptándose a las nuevas realidades para contemplarlas, procurando que, en esa adaptación, no existan vacíos legales. Más aún cuando hablamos de la obligación que tenemos todos los ciudadanos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos. En este ámbito que nos afecta a todos, las normas tienen que estar claras y el lenguaje, en la medida de lo posible, tiene que ser muy preciso, ya que, de no hacerlo, podría llegar a provocar la pérdida, en ocasiones importante, de ingresos de nuestras arcas públicas, redundando en unos peores servicios públicos y en un menoscabo de nuestro estado de bienestar.
Contemplar esta situación en el mundo tributario nos lleva a pensar en dos grandes ámbitos sobre los que despliega sus efectos:
Por un lado, en la propia ley, la propia norma, la regulación en general de las distintas cuestiones tributarias, ya sean de derecho sustantivo o procedimental, tienen que procurar dar certeza y seguridad jurídica al ciudadano. Por el contrario, como ya ha repetido en diversas ocasiones nuestro Tribunal Constitucional (V.gr. STC 150/1990): “Encontrarnos con una legislación confusa, oscura e incompleta dificulta su aplicación y, además de socavar la certeza del derecho y la confianza de los ciudadanos en el mismo, puede terminar por empañar el valor de la justicia”. Y sin embargo, a pesar de que son reiterados los pronunciamientos de los tribunales que nos recuerdan esta máxima, la realidad a veces es muy distinta y nos ofrece un cúmulo desordenado de normas tributarias que, con una redacción incomprensible y una publicación vertiginosa, alocada, y motorizada, como la llaman algunos, nos lleva a situaciones de verdadera inseguridad jurídica totalmente innecesaria y seguramente evitable. La triste realidad derivada de todo ello es que, en la actualidad, tenemos una normativa que resulta de difícil conocimiento y comprensión incluso para aquellos que son profesionales del mundo jurídico-tributario. Y no hablo sólo de profesionales privados sino, especialmente, de los que somos profesionales públicos y tenemos la encomienda tan delicada e importante de velar por la correcta aplicación de la norma.
Sería preferible que, a pesar de la complejidad de la realidad de la sociedad actual, el legislador fuera más cuidadoso, dedicara un tiempo mayor a la reflexión previa y, sobre todo, fuera más claro en sus normas. Sin duda alguna, nos ahorraría más de un disgusto a muchos.
Por otro lado y, ligado a lo anterior, nos encontramos con la propia actuación de aplicación de la norma en la que, por mi profesión, asumo parte de la responsabilidad de lo que sucede. Así, el mero hecho de hablar de Hacienda puede provocar dos tipos de reacciones. Por una parte, la positiva en la medida en que la sociedad es plenamente consciente de que Hacienda es necesaria para lograr la equidad y la justicia en el reparto de la riqueza de la Nación. Pero, como no todo es del color de las rosas, por otro lado nos encontramos con un profundo rechazo cuando nos movemos en el mundo de los escritos y de las cartas que reciben a diario los contribuyentes; escritos que, en ocasiones, no respetan ni las reglas básicas de la sintaxis morfológica. Afortunadamente, existen muchos casos en los que esto no se produce, pero el hecho de que pueda llegar a darse esta situación, aunque sea en un número mínimo de situaciones, hace caer el prestigio de un órgano tan importante en cualquier país como es su Agencia Tributaria.
Tanto el Defensor del Pueblo como el Defensor del Contribuyente coinciden en sus últimos informes en que, en este campo, todavía hay deberes pendientes para lograr la claridad en el lenguaje empleado por la Administración.
Nos alegra conocer que existe intención de mejorar esta faceta y que se está trabajando para que el ciudadano entienda qué es exactamente lo que la Administración le está queriendo decir. Y ello, además, no tiene por qué prescindir de la rigurosidad necesaria, de la misma manera que el buen médico no deja que el paciente se marche sin antes traducirle a un lenguaje comprensible lo que el informe expresa utilizando cierta terminología y lenguaje científicos.
Resulta paradójico que en una sociedad que hace alarde de su tan manida “inclusividad” (palabra que, por cierto, no recoge la RAE), tengamos que estar traduciendo a nuestra propia lengua ciertos escritos que utilizan esa misma lengua pero que deberían procurar ser un poco más cuidadosos con su redacción. Las prisas y las ansias no son buenas y no queremos acabar como en la torre de Babel, sin que nadie nos entienda.
Debemos procurar que la pareja no se separe por falta de comprensión y entendimiento. Debemos buscar los medios necesarios para evitar llegar a esta situación. Que nuestra relación no sea líquida, volátil, fugaz, transitoria, inconstante y voluble, sino que tenga certezas y que, en la medida de lo posible, sea duradera en aras del bien común.
Ana de la Herrán Piñar
Inspectora de Hacienda del Estado. Coautora de “Fiscalidad y pymes: Una relación compleja” Ed. Tirant lo Blanch.
Ana de la Herrán Piñar es Licenciada en Derecho, Máster en Dirección pública, políticas públicas y tributación (UNED), Máster en Dirección Pública (título propio EOI-IEF). Profesora de diversas materias tributarias en los cuerpos de nuevo ingreso de la Escuela de Hacienda Pública del IEF. Título oficial de profesor superior de piano y profesional de solfeo, teoría de la música, transposición y acompañamiento. Estudiante de Doctorado en Derecho y Ciencias sociales (UNED).