Tras 450 años de partida doble, ¿tienen los gobernantes apatía por la contabilidad?
La batalla económica ha comenzado. Controlada la COVID-19, como país, nos enfrentamos a unos excesivos niveles de déficit y deuda pública. El Banco de España sitúa la deuda pública en el 122% del PIB, y Hacienda prevé un déficit del 8’4% del PIB para este año. La reducción de los ingresos del estado y el consiguiente aumento del gasto público nos conduce a un futuro incierto, donde necesitamos equilibrar las cuentas públicas y reducir el nivel de endeudamiento. Para las empresas y trabajadores también es angustioso el escenario. Comienzan los anuncios de despidos masivos, cierre de empresas, insolvencias y concursos de acreedores, imposibilidad de afrontar los pagos y algunas penurias más.
Se disparan las habladurías sobre próximas reformas tributarias, sobre aumentos de impuestos e incluso se ha formalizado un comité de expertos para rediseñar el modelo impositivo. Por cierto, los impuestos se calculan sobre la contabilidad, digo yo que algún Catedrático de contabilidad también se podría haber invitado, además de algún auditor de cuentas o asesor fiscal, con amplia experiencia y de reconocido prestigio.
En general, prestamos conformidad a contribuir, mediante impuestos, con el sostenimiento del sector público y el estado de bienestar, aunque quizá disconformes en las partidas e importes del gasto. Un gasto más moderado reduciría la presión fiscal, y lo óptimo, incrementar la recaudación sin elevar los impuestos a los contribuyentes habituales. ¿Cómo aumentar la recaudación sin que la paguen los mismos? Atajando el fraude fiscal y laboral. En España, la economía sumergida[1] supone un 17% del PIB mientras que nuestros vecinos de la UE rondan el 10%.