Rabia fiscal de un súbdito vasallo
No; no me he vuelto loco. Pero sí he de reconocer que siento una enorme rabia “fiscal” por situaciones que ni comprendo ni comprenderé jamás.
Y la siento por lo inconscientes que somos de no poner fin a las graves consecuencias que para la economía tienen determinadas actuaciones de la Administración a quien, lo digo ya, no critico, porque no toda la culpa es suya; actuaciones que se resumen en un desincentivo a la empreneduría y a la nada fácil gesta de crear riqueza. Me estoy refiriendo a la insoportable inseguridad jurídica que paraliza decisiones e inversiones; al enorme retraso de nuestra justicia; a la falta de mecanismos de mediación y arbitraje; a nuestra inestabilidad legislativa; a nuestra más que deficiente calidad de las leyes; y a nuestra insoportable conflictividad tributaria.
En este contexto, cumplir la ley es tan difícil como conseguir un pleno en la quiniela. Es un tema de suerte; no de certeza.
El primer beneficiado de tal grado de inseguridad es la propia Administración que siempre encuentra una interpretación de la ley distinta a la del contribuyente pero más gravosa para él. Y claro, como a la Administración le asiste el principio de legalidad, el súbdito vasallo, que no es otro que el contribuyente, ha de iniciar un largo proceso de penitencia en los distintos y mal dotados tribunales para que, después de mucho tiempo, estos sentencien como mejor proceda en Derecho; sentencia que ya de nada sirve porque el propio transcurso del tiempo ha dejado en desuso aquel negocio en concreto.