Simulación, delito y productividad
A mis alumnos les digo que la economía de opción se define como la acomodación de la actuación jurídica del obligado tributario a la forma que resulte menos gravosa de entre las posibles que ofrece el ordenamiento jurídico, es decir, “constituye la expresión de libertad privada de elegir entre negocios jurídicos y formas jurídicas adecuadas, buscando la menor incidencia del ordenamiento tributario, generando un ahorro tributario, y ello incluso con fundamento último en la intangibilidad de la esfera personal y patrimonial del individuo con apoyo del respeto a los derechos de la personalidad” (STSJ de Navarra del 11 de junio de 2001 y STS 28 de junio de 2006). La economía de opción no es más que una planificación fiscal, perfectamente lícita, de absoluta libertad entre las alternativas posibles. Sin embargo, vivimos una época en que, para la Administración Tributaria, todo es opción a efectos de lo dispuesto en el artículo 119.2 Ley 58/2003, LGT (opción que una vez ejercida, petrifica como la mirada de Medusa), y por el contrario, nada es economía de opción, ya que todo lo que suponga un ahorro fiscal es planificación fiscal “agresiva”.
Antes de ponerme a escribir estas líneas releía la última entrada de César García Novoa sobre la “emulsión imposible”, que describe magistralmente cómo la Administración Tributaria acude, cada día con más frecuencia, a figuras para combatir, con más o menos virulencia, situaciones que en otro tiempo cualquier operador jurídico no hubiera dudado en calificar como de economía de opción.
La reciente y mediática sentencia de Xabi Alonso, refleja un caso típico de lo que estamos hablando.